CADA UNO DE NOSOTROS TENEMOS
¿Alguien habrá podido sustraerse a echar una mirada a los juegos olímpicos? ¿Alguien habrá podido ser insensible a ese espectáculo gratuito que nos han brindado esos miles de muchachos de todo el mundo? Yo no me he podido apartar de estar con ojo al gato y otro al garabato, robándole un poquito al sueño con el pretexto de que sólo es cada cuatro años.
¿Que qué he observado? Esos muchachos son encantadores y tienen mucho en común. Llegan casi solitarios al estadio, se despojan de la ropa innecesaria, ocupan su lugar y comienza una serie de pasos bien definidos, una especie de ritual: primero, una invocación a lo alto. Todos quieren sentirse protegidos. He visto hacer la señal de la cruz, y he observado varios crucifijos colgados del cuello de los competidores. Segundo, una concentración que parece que están aislados de todo mundo, concentración que se realiza entre porras, aplausos, muchas expectativas y mucho ruido. Tercero, echar a volar al cuerpo. Hay momentos en que el cuerpo como que se transfigura, se mueve, de desliza por los aires o en medio de las aguas, como si él no existiera. En este momento toda la persona está en juego, y se juega como si Dios no existiera, como si Dios quedara atrás. Éste es el momento del hombre, de su habilidad, de su destreza, de su preparación, de su ingenio y de su profundo esfuerzo. Cuarto. Es el final, siempre hay una sonrisa, un gesto de triunfo, a veces magnificado, estentóreo, a veces simplemente una sonrisa que denota una profunda satisfacción por el esfuerzo realizado. Quinto. Un momento de suspense, de expectación, esperando el veredicto de los jueces. En ese momento casi nadie se acerca a los jugadores, que aprovechan para despojarse de vendas, zapatillas y limpiarse el sudor acumulado. Y finalmente, lo que todo mundo en el estadio había sospechado, y que los jueces ratifican, el triunfo, el aplauso, la presea, el trofeo, la medalla.
¿No tendría que ser ese el camino de nuestra fe? ¿No es verdad que desde que comenzamos la vida entramos en la competencia? ¿No nos han dicho que cada uno de nosotros somos ya un campeón, porque el espermatozoide que fecundó el óvulo que nos dio vida fue único y exclusivo, el primero en llegar? Echemos un vistazo al ritual: Primero, una invocación al Señor, un hacerlo presente en nuestras vidas, un darnos cuenta de que “sin mí no podéis hacer nada” en orden de la gracia. Segundo, una concentración en lo que vas a hacer en tu vida, en darte cuenta a dónde vas, a dónde estás llamado, cuál será el premio no tanto por llegar sino por mantenerse en la lucha mientras tienes vida. Tercero, el esfuerzo. Eso no te lo va a dispensar nadie, ni Dios mismo. Como cristianos no podemos ser mediocres, tendríamos que ser los mejores en nuestra profesión, desde el médico conciente, que está puesto para defender la vida para apoyarla, para hacerla crecer, hasta el ama de casa que sabe cocinar bien los frijolitos para que den gusto de ser comidos. Cristianos expertos en lo suyo y no mediocridades. Cuarto, de vez en cuando, sonreír, darle vida al mundo, sonreír porque estamos en las manos de Dios. Hay tantos motivos para sonreír, aunque nos tachen de locos, sonreír aún en medio de las mayores dificultades, como San Francisco de Asís, que en medio de grandes dolores de sus ojos, no solo sonreía, sino que cantaba e invitaba a otros a cantar y alabar al Dios de los cielos. Quinto, estar atentos, porque al fin y al cabo, después de nuestro esfuerzo, el premio será del Señor, será obra de su Gracia y de su Sangre derramada en lo alto de la cruz. Y finalmente la gran alegría de nuestra salvación, el tener asegurado el lugar entre los ganadores, entre los que ocupan un lugar cerca del buen Padre Dios. Puras medallas de oro. Puros galardonados. ¿A qué hora comienzas con todas las ganas a competir?
Pbro. Alberto Ramírez Mozqueda
¿Alguien habrá podido sustraerse a echar una mirada a los juegos olímpicos? ¿Alguien habrá podido ser insensible a ese espectáculo gratuito que nos han brindado esos miles de muchachos de todo el mundo? Yo no me he podido apartar de estar con ojo al gato y otro al garabato, robándole un poquito al sueño con el pretexto de que sólo es cada cuatro años.
¿Que qué he observado? Esos muchachos son encantadores y tienen mucho en común. Llegan casi solitarios al estadio, se despojan de la ropa innecesaria, ocupan su lugar y comienza una serie de pasos bien definidos, una especie de ritual: primero, una invocación a lo alto. Todos quieren sentirse protegidos. He visto hacer la señal de la cruz, y he observado varios crucifijos colgados del cuello de los competidores. Segundo, una concentración que parece que están aislados de todo mundo, concentración que se realiza entre porras, aplausos, muchas expectativas y mucho ruido. Tercero, echar a volar al cuerpo. Hay momentos en que el cuerpo como que se transfigura, se mueve, de desliza por los aires o en medio de las aguas, como si él no existiera. En este momento toda la persona está en juego, y se juega como si Dios no existiera, como si Dios quedara atrás. Éste es el momento del hombre, de su habilidad, de su destreza, de su preparación, de su ingenio y de su profundo esfuerzo. Cuarto. Es el final, siempre hay una sonrisa, un gesto de triunfo, a veces magnificado, estentóreo, a veces simplemente una sonrisa que denota una profunda satisfacción por el esfuerzo realizado. Quinto. Un momento de suspense, de expectación, esperando el veredicto de los jueces. En ese momento casi nadie se acerca a los jugadores, que aprovechan para despojarse de vendas, zapatillas y limpiarse el sudor acumulado. Y finalmente, lo que todo mundo en el estadio había sospechado, y que los jueces ratifican, el triunfo, el aplauso, la presea, el trofeo, la medalla.
¿No tendría que ser ese el camino de nuestra fe? ¿No es verdad que desde que comenzamos la vida entramos en la competencia? ¿No nos han dicho que cada uno de nosotros somos ya un campeón, porque el espermatozoide que fecundó el óvulo que nos dio vida fue único y exclusivo, el primero en llegar? Echemos un vistazo al ritual: Primero, una invocación al Señor, un hacerlo presente en nuestras vidas, un darnos cuenta de que “sin mí no podéis hacer nada” en orden de la gracia. Segundo, una concentración en lo que vas a hacer en tu vida, en darte cuenta a dónde vas, a dónde estás llamado, cuál será el premio no tanto por llegar sino por mantenerse en la lucha mientras tienes vida. Tercero, el esfuerzo. Eso no te lo va a dispensar nadie, ni Dios mismo. Como cristianos no podemos ser mediocres, tendríamos que ser los mejores en nuestra profesión, desde el médico conciente, que está puesto para defender la vida para apoyarla, para hacerla crecer, hasta el ama de casa que sabe cocinar bien los frijolitos para que den gusto de ser comidos. Cristianos expertos en lo suyo y no mediocridades. Cuarto, de vez en cuando, sonreír, darle vida al mundo, sonreír porque estamos en las manos de Dios. Hay tantos motivos para sonreír, aunque nos tachen de locos, sonreír aún en medio de las mayores dificultades, como San Francisco de Asís, que en medio de grandes dolores de sus ojos, no solo sonreía, sino que cantaba e invitaba a otros a cantar y alabar al Dios de los cielos. Quinto, estar atentos, porque al fin y al cabo, después de nuestro esfuerzo, el premio será del Señor, será obra de su Gracia y de su Sangre derramada en lo alto de la cruz. Y finalmente la gran alegría de nuestra salvación, el tener asegurado el lugar entre los ganadores, entre los que ocupan un lugar cerca del buen Padre Dios. Puras medallas de oro. Puros galardonados. ¿A qué hora comienzas con todas las ganas a competir?
Pbro. Alberto Ramírez Mozqueda
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