Domingo 25 ordinario 2009
Dejando atrás la región de Galilea, que le había dado fama y prestigio a Cristo, Marcos nos va introduciendo en la segunda etapa de Jesús, que ha dejado ya las multitudes, su predicación y sus curaciones, para darle más importancia a su grupo de amigos, los apóstoles, los que tendrían que correr con la misión evangelizadora que se le había confiado. Y aquí no sabemos qué nos sorprende más, si la paciencia de Cristo, su gran paciencia o la dureza de corazón de los apóstoles, rudos por naturaleza y no muy dados al cambio y a la nueva vida a la que Jesús quería encaminarles. El seguimiento de los apóstoles era pachanguero, dominguero, para los días de triunfo, cuando todo les sonreía, cuando todas las puertas se les abrían, cuando las gentes se les entregaban, pero su fe no les alcanzó en mucho cuando Cristo les fue anunciando lo que le ocurriría cuando subieran a Jerusalén. Él intuía, por las miradas y los gestos de los ancianos, los sumos sacerdotes y los letrados, que las cosas no irían bien ni para él ni para los suyos y presentía que su final sería la muerte, pero una muerte cruel, despiadada, que al mismo tiempo sería una muerte preñada de amor que no tenía más remedio que dar a luz a la vida.
Los apóstoles se le cerraron, la primera vez que Cristo les habló de su pasión, de su muerte en cruz aunque poniendo como telón de fondo su resurrección, Pedro tuvo el atrevimiento de decirle que eso no le podría pasar a él, mientras ellos fueran sus “cuates”, sus amigos, sus defensores. Pedro quiso enmendarle la plana a Cristo y así le fue como le fue. Cristo se mostró tremendamente duro con él para indicar que ni él ni nadie lograrían apartarle del camino de generosidad que se había trazado. Y la segunda vez que Cristo les descubrió con claridad su destino, continuó metido en sus pensamientos, pero firmemente determinado a seguir subiendo a Jerusalén. Mientras tanto, los apóstoles que hacía poco lo habían oído hablar, se fueron rezagando en el camino, y ¡OH tristeza! Iban hablando de grandezas, de esplendor, de realizaciones, de triunfos, compitiendo entre ellos por el primer lugar. ¡Pobres de ellos! Cómo se atreve Marcos a presentárnoslos tan humanos, tan burdos, tan incomprensivos, casi casi como cualquiera de nosotros. Cuando Cristo lo supo, no los reprendió porque aspiraran con afán a su superación, ni por su deseo de ser los primeros, ni por sus anhelos de triunfos y por el éxito en la vida, cosas legítimas en todo ser humano, y a las que Cristo siempre les alentaba, pero llamó fuertemente la atención sobre los medios para lograr todo eso. Para él el incentivo tendría que ser el amor, el servicio, la entrega y la solidaridad por los más pobres, y para que no quedara duda de lo que él quería, llamó cerca de sí a un niño, y se los propuso como modelo a seguir, si es que de verdad querían entrar en el Reino de los Cielos.
Un niño que en sus tiempos era símbolo de debilidad, de pobreza, sin rango, vulnerable, excluido social y políticamente, obligado a realizar los trabajos más humildes y sin recompensa alguna, dependiendo siempre de otros, pequeños esclavos de los adultos, sobre todo entre las clases populares, pero al mismo tiempo confiados, sin miedos, sin temores, pues el niño no tiene miedo de su pasado, ni está inquieto por su futuro, sino que se dedica a vivir el presente, porque tiene quien cuide de él, y no vive con cálculos, con miedos, con vacilaciones y con un fortísimo afán de competencia como los adultos. Con ellos, los más pequeños, los más desprotegidos, los más indefensos, es con los que Cristo quiere identificarse y es a ellos a los que Jesús quiere que sirvamos si en verdad somos seguidores y no imitadores vulgares, charlatanes y caricaturescos cristianos. ¿Tendrá la Iglesia y los cristianos la capacidad de ser la servidora de los más pobres, de los que no tienen voz ni voto; estará la Iglesia dispuesta a confiar sólo en su Dios y Señor?
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en alberami@prodigy.net.mx
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