sábado, 28 de agosto de 2010

Las cláusulas ocultas del Sacramento del Bautismo


Cuando firmas un contrato o solicitas una tarjeta de crédito o un seguro para tu auto o para la seguridad de tu casa, se acostumbra dejar ciertas cláusulas al final en letra pequeña, pero que son tan importantes que a la hora de algún reclamo, resulta que ahí están las excepciones y la manera como las compañías a veces dolosamente defienden sus intereses. Reclamas, pero simplemente te señalan las cláusulas que no tuviste la precaución de leer, y te quedas sin el beneficio que tú esperabas.

Se me ha ocurrido pensar que cuando se solicita el bautismo para los niños nos sucede otro tanto. Ese día se nos dice que hay que ser buenos – como si los no católicos no tuvieran que serlo – porque los papás son un ejemplo para los niños, que no dejen de ir a Misa, que no roben ni maten y que siempre que puedan cumplan con las obras de misericordia, sobre todo ayudar al prójimo. Y ya está. Pero cuando abrimos el Evangelio, nos vamos para atrás, porque ahí se exige mucho, mucho más que eso.

Tendríamos que ser más explícitos con los que solicitan bautismo, porque si nos fijamos detalladamente en lo que Cristo pide, nos encontraríamos en el documento del bautismo, con tres cláusulas que nos dejarían fríos y con un fuerte shock que nos haría pensar antes de comprometernos. San Lucas nos refiere que Cristo, yendo un día de camino, rodeado de una gran multitud, se volvió hacia sus discípulos que le acompañaban entre la multitud y les dijo: “Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a sus padres o a su cónyuge o a sus hermanos o hijos, más aún a sí mismo, no puede ser mi discípulo”. Dos cláusulas muy importantes, que son una invitación no precisamente a negar el amor a los padres o al cónyuge o a los hijos, sino que puestos a escoger entre esos amores y el seguimiento de Cristo, se anteponga éste último para poder luchar por un mundo nuevo donde cada persona sea amada por sí mismo y donde podamos tener una posición digna de hijos de Dios, donde a nadie se le nieguen las condiciones para abrirse paso en la vida y vivir anticipadamente ese reinado de amor que Cristo quiso situar ya desde ahora en este mundo: “Que venga a nosotros tu Reino, oh Señor”. Y luego, la cruz, que no significa simplemente aceptar las contrariedades de la vida, o las enfermedades, o las humillaciones de que somos objeto y que llamamos mortificaciones, sino darse cuenta que el seguir a Jesús nos hará arrostrar persecuciones por parte de la sociedad que no soporta que alguien hable de honradez, de solidaridad, de respeto por la vida, de una unión sagrada, la única pensada en los planes de Dios, entre un hombre y una mujer. El que así proceda, encontrará oposición, guerra y en algunas ocasiones muerte.

Pero la otra partida, la tercera que Cristo nos tiene preparada, es todavía más difícil: “Así, pues, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”. Nos dan ganas de decir que eso no es para nosotros, que Cristo a lo mejor quería decir otra cosa, pero es claro su mensaje, frente a los que han hecho de su vida una búsqueda de comodidad, de placer o de posesión de bienes materiales de los cuales llegan a ser sencillamente esclavos y servidores. Sólo desde la pobreza se puede luchar por los pobres, por aquellos a los que la vida les ha negado todo, frente a unas cuántas gentes y frente a unas cuántas naciones que lo tienen todo, y en abundancia e incluso para el derroche y la ostentación.

Siento que hoy mis palabras no suenan bonito, porque la Palabra de Cristo nos pega a todos, y principalmente a los que estamos del otro lado del altar, impulsando a la sencillez, a la humildad y a la pobreza para pretender que somos verdaderamente discípulos del Señor y colaboradores del que ha querido llamarse a si mismo el Buen Pastor de nuestros corazones y de nuestro mundo.

Los primeros y los últimos

Conseguir triunfo éxito y primeros lugares esta en la mente de todos. Ser el segundo en la fila o el que llega después y, peor aún el último, no tiene sentido y valdría mas no participar en la competencia que “hacer el ridículo”. En pocas palabras: o eres bueno, o mejor no te mentas ni lo intentes, opinan muchos contemporáneos nuestros, aún entre la gente piadosa y creyente. Tal parece que la “competencia” en el ser y el hacer sea vuelto uno de los paradigmas fundamentales de la cultura contemporánea.
En este vigésimo segundo domingo del tiempo ordinario, la liturgia ofrece como tema de reflexión “el fin de una sociedad en lucha” y, en su lugar, nos propone otra nueva en la que (contra la visión anterior) el último de la fila es la figura principal.
Con ocasión de una fiesta, Jesús señala la manera cristiana de vivir. Mientras todos se desvelan y gastan dinero, energías y vidas en hacerse notar, en que se les vea y coloque en primeros sitios, Jesús aclara que: las fiestas son para convivir, y en ellas no hay últimos lugares.
Para explicarlo propone ejemplos que, tomados a la letra, parecen irreales y sin sentido: ¿Se hace una fiesta para invitar a los pobres y a los desconocidos, o a los amigos y parientes? La primera parece una bonita teoría, la segunda descortesía y hasta majadería.
Tratemos de entender la moraleja de Jesús… en la experiencia humana, el sentido común lleva a considerar lo grande como apetecible; en el campo de la fe las cosas proceden de otro modo: la sabiduría de Dios no esta en la aristocracia, ni el ruido o la apariencia, sino en la sensatez.
“Lo menor” a los ojos de los hombres, lo contradictorio, poco usual y no ordinario, es “lo mayor” en la perspectiva de Dios… al escoger para los suyos el “último lugar”, Jesús no quiere denigrarles, sino hacerles un favor: permitirles descubrir que no hay lugares primeros ni segundos, sino que lo importante es ser, estar, participar, vivir y convivir.
Si las enseñanzas de Jesús parecieron incongruentes a sus contemporáneos, a los modernos pueden parecer imposibles. La función del Evangelio es precisamente la de provocar respuestas… y cada uno debe tener lista la suya.

Padre Benito R. Márquez.

martes, 24 de agosto de 2010

Aprender a decir que no sin miedo


"Yo quiero mucho a mi hija pequeña –explicaba una mujer bastante sensata en una conversación con otros matrimonios amigos–; y procuro manifestarlo de modo concreto cada día. Pero hay veces en que realmente mi hija se porta mal.

"Tengo amigas que me dicen que, a esa edad, nadie se porta mal, sino que hace inocentemente algo que todavía no ha aprendido a saber que está mal. Pero yo no estoy de acuerdo. Aunque sea pequeña, he visto a mi hija comportarse mal y saberlo.

"Es verdad que son cosas pequeñas, que es malicia sencilla, a su nivel, pero es malicia, al fin y al cabo. Son cosas que a nosotros nos parecen de poca entidad, pero que para ella sí tienen importancia. Y por su bien y por el mío tengo que actuar con firmeza, tengo que decirle que no, un no bien claro, para que lo comprenda y obedezca enseguida.

"No tiene por qué suceder con frecuencia, pero, cuando sucede, hay que hacerle ver que de ninguna manera debe hacer eso. Y que ahí estoy yo dispuesta a mantenerme bien firme. Y, si no le gusta lo que hago, lo sentiré mucho, y podrá llorar y llorar, y yo pasaré también un mal rato, pero no cederé, porque creo que eso está mal, y hay veces en que hay que trazar una raya en la arena y ella ha de comprender que no debe traspasar esa raya. Y así hasta que por sí misma oiga en su interior la palabra no, y no sólo la que yo le digo".

Sobre sexo "¿Y cuando los hijos son ya más mayores?", preguntó uno de los presentes. "Es un poco distinto, pero también hay que aprender a decir que no. ¿Qué hago? Me siento y hablo con él, o con ella. No le doy voces ni le grito. Pero le digo en qué creo y por qué, y no tengo pelos en la lengua. Intento ir al grano. Y yo también escucho con atención, porque, a veces, con sus razones me han hecho cambiar de opinión. No tengo ningún miedo a cambiar de opinión si me convencen, pero tampoco tengo miedo a emplear la palabra "bien" y la palabra "mal"".

"Pero hay temas difíciles y edades difíciles. Por ejemplo, ¿qué haces para que te escuche en cuestión de sexo?", volvieron a preguntar. Todos escuchaban con atención. Ella no necesitó mucho tiempo para recoger sus pensamientos y contestar: "Hablo a solas con él, o con ella, y siempre me escucha. No siempre está de acuerdo conmigo, sobre todo al principio, pero, al final, logramos entendernos casi totalmente. Hay algunas veces en que no lo entiende del todo, pero por lo menos sabe bien que yo deseo que esté de acuerdo conmigo, aunque no lo entienda del todo, es decir, que quiero que confíe en lo que le digo, porque soy su madre y quiero lo mejor para ellos. Y se lo digo así. Lo hago pocas veces, pero a veces lo hago. Le pido que me obedezca en ese asunto concreto, incluso aunque al principio no lo entienda del todo y aunque sepa que, probablemente, yo no voy a poder controlarle. Sé que esto parecerá extraño a mucha gente, pero yo le digo a mis hijos adolescentes que hasta que se casen no deben tener relaciones sexuales en ninguna circunstancia, con nadie en absoluto.

Con toda claridad "Mi teoría consiste en hablar con cada hijo, escucharle, intentar persuadirle, pero también a veces –sencillamente– decirle que no. Y no tengo miedo de emplear valores morales que en la familia hemos tenido siempre".

Escuchando esa conversación, me venían a la memoria, por contraste, unas palabras de la protagonista de aquella novela de Susanna Tamaro: "El remordimiento más grande es el de no haber tenido nunca la valentía de plantarle cara, el de no haberle dicho nunca: "Hija mía, estás equivocada". Sentía que en sus palabras había unos eslóganes peligrosísimos, cosas que, por su bien, yo hubiera tenido que cortar de cuajo inmediatamente; y, sin embargo, me abstenía de intervenir. Los asuntos de que hablábamos eran esenciales. Lo que me hacía actuar –mejor dicho, no actuar– era la idea de que, para ser amada, tenía que eludir el choque, simular que era lo que no era.

"Mi hija era dominante por naturaleza, tenía más carácter que yo, y yo temía el enfrentamiento abierto, tenía miedo de oponerme. Si la hubiese amado verdaderamente, habría tenido que indignarme, incluso tratarla a veces con dureza; habría tenido que obligarla a hacer determinadas cosas o a no hacerlas en absoluto. Tal vez era justamente eso lo que ella quería, lo que necesitaba. ¡A saber por qué las verdades elementales son las más difíciles de entender! Si en aquella circunstancia yo hubiese comprendido que la primera cualidad del amor es la fuerza, probablemente los sucesos se habrían desarrollado de otra manera".

¿Porqué todos los santos en las iglesias tienen el pescuezo torcido?

A Cristo le encantaban los banquetes. No perdía oportunidad, aceptaba todas las invitaciones. Sus preferidos eran los pecadores, los publicarnos y los pobres. Ahí se sentía a sus anchas. Pero no rehusaba las invitaciones de los poderosos, de los potentados y de los ricos. Y la razón era que en esas oportunidades podía lanzar su mensaje salvador. Ahí tenía a los hombres a corta distancia. En Israel los banquetes eran para lucirse delante de los invitados, mostrando el propio prestigio. Precisamente San Lucas nos cuenta de una ocasión en la que Jesús fue invitado por un jefe de los fariseos, pero está claro que la invitación no era de corazón ni para hacer sentir bien al Maestro. Se sentía en el ambiente que lo espiaban y consideraban molesta su presencia. Cristo a su vez, Cristo veía cómo los invitados se disputaban los lugares principales, y sin pretender dar una lección de protocolo, fue muy claro al pedirles dejaran que el que los había invitado señalara a cada uno su lugar. Cristo está hablando entonces de la humildad, que no consiste en un complejo de inferioridad, o timidez, o de cabezas bajas y de cuellos torcidos. La verdadera humildad, tal como lo decía Santa Teresa, es andar en la verdad, ni pensar que todo lo puedeso que todo lo has hecho tú, ni tampoco esconder las cualidades con las que has venido a este mundo.

Y a su forzado anfitrión le recomendó: “Cuando des un banquete, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, porque puede ser que ellos te inviten a su vez, y con eso quedarías recompensado. Al contrario cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados a los cojos y a los ciegos: y así serás dichoso, porque ellos no tienen con qué pagarte; pero ya se te pagará cuando resuciten los justos”.

¿A alguno de nosotros se nos ha ocurrido alguna vez hacer lo que Cristo pide? ¿En verdad nosotros invitaríamos a los verdaderamente pobres, a los que con todo y su trabajo honrado no alcanzan a sufragar lo necesario y viven en la insalubridad, en la ignorancia y con el estomago constantemente vacío? ¿Estaríamos dispuestos a invitar a nuestra mesa a los marginados, a aquellos que han quedado al margen de los procesos sociales y se les niega el derecho a una vida digna de su condición de persona humana? ¿Y qué tan dispuestos estamos a sentar a nuestra mesa a los excluidos de nuestra sociedad, los que se quedan fuera del sistema social, de la educación, de la política, de la cultura, de las diversiones y los adelantos científicos y tienen que ver con tristeza que no pueden tomar parte en las decisiones que afectan a la sociedad, ni tienen parte en los bienes y los servicios que a otros se les proporciona con todas las facilidades?

Pues eso es precisamente lo que Cristo quiere, que nuestros preferidos sean precisamente los pobres, y que no sólo los invitemos a nuestra mesa, sino que sepamos compartir además, nuestras cualidades, nuestro servicio, nuestro cariño, y nuestro amor, pues Cristo no sólo se hizo hombre para compartir nuestra difícil situación humana, sino que quiso hacerse pobre precisamente para compartir así esa situación que hoy es asfixiante para un número mayor de gentes cada día.

Recordemos que Cristo da la razón para esa petición que a nosotros muy católicos se nos hace rara: los pobres no pueden recompensarnos como lo puede hacer el Señor nuestro Dios, y precisamente en el momento en que es crucial su intervención, en el momento de nuestra partida de este mundo. “Bienaventurado tú, dichoso tu, feliz de ti, porque ya se te pagará cuando resuciten los justos”.

lunes, 16 de agosto de 2010

La hora de los cristianos “Light” descremados y deslactosados.


En ese fatigoso caminar de Cristo hacia Jerusalén alguien se le acercó con una pregunta que tenía mucho de curiosidad malsana, en la que se entretenían muchas gentes de su época: “Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?”. Por supuesto que Cristo dejó misteriosamente en suspenso la respuesta, pero dio indicaciones precisas sobre el eterno asunto de la salvación. No quiso intranquilizar a los pecadores, ni tranquilizar a los justos y a los buenos, sino convertirlos a todos para el Reino de Dios. Él quiso pasar del número de los que serán salvados, a la cuestión de cómo hacer para obtenerla. En el fondo, ¿Qué se escondía tras la pregunta de aquel desconocido? En el ánimo estaba que definitivamente la salvación era cosa de sólo judíos. Salvo rarísimas excepciones, para todos ellos estaba asegurada la salvación simplemente por ser de ese pueblo escogido por Dios. Los demás, los perros, como llamaban a todos los que no era de su pueblo, pues ya se podrían rascar con sus propias uñas.

Cristo responde a esa inquietud hablando de la necesidad de esforzarse “en entrar por la puerta, que es angosta, pues yo les aseguro que muchos tratarán de entrar y no podrán”. Cristo habló de sí mismo como la puerta, ciertamente estrecha, pues como Hijo de Dios tuvo que estrecharse cuando se encarnó y se hizo hombre como nosotros y se hizo más estrecho aún en el momento de subir a la cruz, de manera que todos los que pretendan conseguir la salvación, tendrán que olvidarse de pertenecer a una religión, a un grupo social o cultural, o a una institución que les asegure una salvación inmutable e intransferible. Los que quieran salvación deberán entender que la salvación la da Dios, normalmente en la obra fundada por Cristo, la Iglesia pero sin pretender como querían los judíos, que sólo los católicos encontrarían acogida en el corazón de Dios. Todo hombre de buena voluntad que viva en la honradez, en la limpieza de corazón, en el servicio desinteresado a los demás, teóricamente encontraría la salvación.

Y Cristo insiste en la necesidad de no hacer del rito en una institución religiosa la norma de la vida, sino la vida misma unida al rito religioso, para que tenga plena vigencia. Lo dice con mucha claridad, que nosotros no tenemos porqué atenuar: “Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas” pero él replicará ‘Yo les aseguro que no sé quieres son ustedes. Apártense de mí, todos ustedes que hacen el mal, los que practican la injusticia’…y luego quieren arreglarlo todo con limosnas en la Iglesia. E incluso Jesús advierte que de no vivir ya en camino de salvación, los que estarían llamados a entrar, se quedarían viendo que otras gentes se les habrían adelantado en los caminos del Señor y de la salvación.

Por eso el cristiano hoy no puede contentarse con un cristianismo dulzón, para los días de fiesta, para cuando todo sonríe, sin esforzarse por ser levadura, por ser sal por ser testimonio y entrega a la voluntad de Dios y a los valores del evangelio, la cruz de Cristo que ciertamente es el camino difícil, estrecho, doloroso, pero que después se hace amplio, pues comunica a la esperanza, al gozo, a la alegría y definitivamente a la salvación, que no significará exclusivamente todo el misterio que se esconde después de la muerte, sino el gozo de saber que desde ahora Cristo ya vive entre los suyos, que el Padre Dios es el Padre que ama entrañablemente a sus hijos y que el Espíritu Santo está entre los que el Señor ha marcado para la salvación, haciéndola ya visible desde este mundo, desde el momento que estamos exclamando cada día: “Venga nosotros tu Reino”. La salvación ya ha comenzado entre nosotros. Más haríamos en buscarla en “el más allá”, cuando Cristo vino a buscarnos “en el más acá”, para hacernos vivir desde ahora la alegría y gozo de la unidad, del servicio y de la caridad fraterna.

viernes, 13 de agosto de 2010

María, Mujer entre las mujeres


El papel y la dignidad de la mujer, han contribuido legitimamente a lograr una visión más equilibrada en la cuestión femenina en el mundo contemporaneo.
Con respecto a esas reivindicaciones sobre todo en estos tiempos. La Iglesia nos ha mostrado en la narración de los Evangelios una singular atención a la figura de la Virgen María, que constituye una respuesta válida al deseo de emancipación de la mujer. María es la única persona humana que realiza de manera inminente el proyecto de amor divino para la humanidad.
La intención divina va más allá, pues Dios suscitó en María una personalidad femenina que supera en gran medida la condición ordinaria de la mujer. La excelencia única de María en el mundo de la gracia y su perfección son fruto de la partícular benevolencia divina, que quiere elevar a todos, hombres y mujeres, a la perfección moral y a la santidad propias de los hijos adoptivos de Dios. María es la bendita entre todas las mujeres sin embargo, en cierta medida, toda mujer participa de su sublime dignidad en el plan divino.
El Don singular que Dios hizo a la Madre del Señor no sólo testimonia lo que podriamos llamar el respeto de Dios por la mujer; también manifiesta la consideración profunda que hay en los designios divinos por su papel insustituible en la historia de la humanidad. Las mujeres necesitan descubrir esta estima divina, para tomar cada vez más conciencia de su elevada dignidad.
La figura de María manifiesta una estima tan grande de Dios por la mujer, que cualquier forma de discriminación queda privada de fundamento teórico.
La Virgen María ofrece a los hombres y a las mujeres la posibilidad de descubrir dimensiones de su condición que antes no habían sido percibidas. Contemplando a la Madre del Señor, las mujeres podrán comprender mejor su dignidad y la grandeza de su misión.
Pero también los hombres a la luz de la Virgen Madre del Creador podrán tener una misión más completa y equilibrada de su identidad, de la familia y de la sociedad.
María reafirma el sentido sublime de la belleza femenina, don y reflejo de la belleza de Dios.

lunes, 9 de agosto de 2010

Asunción de María, un compromiso con los pobres y oprimidos.

El hombre de hoy está jugando a ser Dios y se está olvidando de que es precisamente hombre. Muchos datos lo comprueban. Primero sobre la naturaleza, el hombre quiere extraer las riquezas de tierra y del mar, aunque para ello tenga que destruir y reubicar otros elementos que van a transformar la casa que nos dieron para todos y para las futuras generaciones. Y cuando esto pasa, lo que el hombre ha engendrado es corrupción y muerte de la naturaleza. Ahí está el fenómeno del petróleo en las costas de Estados Unidos en el Atlántico. La nación más poderosa de la tierra no haya como contener su propia imprudencia.

En otro ámbito, el hombre que juega a ser Dios, olvida que todos somos hermanos, que la riqueza de la tierra es para todos, y en su afán de poseerlo todo, no duda en la desgracia, el dolor, la desesperación y la muerte de muchos para fincar el progreso, la comodidad y la felicidad de unos pocos. Vivimos en un mundo de muerte, de violencia y de mentira, donde los poderosos imponen su voluntad sobre las masas ignorantes y empobrecidas.

Y finalmente, el hombre que se empeña en ser Dios, ha decidido aprobar todo lo que Dios reprueba, y se siente dueño de la vida y de la muerte. El hombre decide quién vive y quién muere y en qué momento. Él decreta la separación de este mundo de los no nacidos y de los que ya han enriquecido nuestro mundo pero que actualmente no tienen nada que dar.

Frente a este hombre que juega a ser Dios, se levanta hoy una mujer que sólo quiso ser mujer en un mundo donde la mujer era marginada, usada, explotada y violentada. Una mujer a la que se le propuso ser reina pero que se contentó alegre y eficazmente con ser servidora de la humanidad, dándole lo más valioso que se podría dar al hombre sobre la tierra: la presencia del Hijo de Dios que quiso hermanarse desde el mismo nivel, con los pobres, los desposeídos y los que la injusticia ha reducido a su mínima expresión, la esclavitud y la muerte violenta. Es María, que hoy celebramos alegremente como la que fue llevada en cuerpo y alma a los cielos, en una fiesta que técnicamente llamamos la Asunción de María.

Su afán fue el de servir, sin protagonismos, sin gritos, sin aspavientos, sin convertirse en defensora de los derechos de la mujer, sin reindicar para las mujeres el derecho a “decidir” el uso y el destino de su propio cuerpo. Se limitó a poner su confianza en el Señor, en su Dios, que tuvo la delicadeza de proponerle la maternidad del que siendo su Hijo en la gloria, sería llamado Jesús, Emanuel, Dios entre los hombres. Y María quiso prestarse entonces para que su Hijo, en su primera procesión eucarística, no con custodia de oro y piedras preciosas, en el altura de un manifestador, sino como en la mejor Arca de la Alianza de que se podía disponer, su propio cuerpo, llevara a su Hijo a la presencia de Isabel y del que sería su precursor, Juan el Bautista. Juntas, aquellas dos mujeres, se dedican a cantar la alabanza al Dios de los cielos, que no da su brazo a torcer frente a los poderosos de este mundo, y que se convierte en el protector de los que nada tienen: “Ha hecho sentir el poder de su brazo: dispersó a los de corazón altanero, destronó a los potentados y exaltó a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió sin nada”. El Señor tiene la última palabra y con María, que fue exaltada como la primera mujer creyente, lo mismo que hizo en la Anunciación, como representante de toda la humanidad, nosotros esperamos el triunfo glorioso de toda la humanidad, pues Cristo Jesús ya ha satisfecho por todos nosotros: “Acordándose de su misericordia, vino en ayuda de Israel, su siervo…de toda la humanidad, de todos los hombres de buena voluntad…” Junto con María, la humilde sierva del Señor, alegrémonos hoy con su triunfo, en su Asunción, nuestra propia victoria.

El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en alberami@prodigy.net.mx


romiso con los pobres y oprimidos.

sábado, 7 de agosto de 2010

Se solicitan vigilantes que no se duerman


No cabe duda que Cristo sabía vender su producto. Antes de dar vuelta a la tuerca, siempre ponía aceitito para que todo fuera a pedir de boca. Así se muestra en este día. Comienza hablando del Reino de su Padre, y lo hace como el buen pastor trata a sus ovejas, con mucho cariño. Y después, sólo después, Cristo nos hace dos peticiones a cual más importante: que seamos desprendidos y que estemos siempre vigilantes:

“No temas, rebañito mío, porque tu Padre ha tenido a bien darte el Reino. Vendan sus bienes y den limosnas…porque donde está tu tesoro está tu corazón…. Estén listos, con el cinturón puesto y las lámparas encendidas. Sean semejantes a los criados que están esperando a que su señor regrese de la boda, para abrirle en cuanto llegue y toque…si llega a media noche o a la madrugada y los encuentra en vela, dichosos ellos”.

En verdad ya formamos parte del Reino, lo tenemos entre nosotros. No es estrepitoso, no hace ruido, y sólo se nota cuando abrimos la mano para ayudar, para servir, para acercarnos a los que nos rodean. Ya es nuestro el reino, cuando hacemos presente entre nosotros, la paz, el amor, la justicia, la caridad. Aunque si bien hemos de decir, el Reino es un regalo que el Padre nos da, pero es al mismo tiempo una tarea que todos tenemos necesidad de realizar, haciendo visible aquello que pedimos a diario en el Padre nuestro: “Venga a nosotros tu Reino”.

Pero luego efectivamente, Cristo hace dos peticiones que pueden sorprendernos y grandemente. Lo primero es sobre las riquezas. Para entender lo que Cristo pide, tenemos que recordar que en el antiguo pueblo de Israel, las riquezas eran consideradas una bendición de Dios y una prueba de esa bendición. Hoy algunas sectas protestantes invocan también la riqueza como un símbolo de la predestinación de Dios. Por lo contrario, si alguien no destacaba económicamente, cualquiera podría deducir que se estaba ante un pecado personal que impedía el auge o la bonanza. Cristo no piensa así, definitivamente. Para él las riquezas son un peligro real de endurecimiento del corazón hacia los demás. Lo vimos en la parábola del inmensamente rico que no llegó a disfrutar de su riqueza.

Por eso hoy Cristo nos sorprende: “Vendan sus bienes y den limosnas”. El mensaje es claro, desnudo, y nosotros no somos quién para enmendarle la plana a Cristo. No podemos disimular lo que pide: un desprendimiento total, hasta hacer de sólo nuestro Dios nuestro único refugio y nuestra única esperanza. No los bienes materiales. Pero hay que decir que el que disfruta de riquezas, bien podría convertirlas en nuevas fuentes de trabajo, o para propiciar una condición digna de hijos de Dios para los empleados, obreros y asalariados, con sueldos justos y prestaciones adecuadas.

Y la segunda petición de Cristo es sobre la espera. Le ponemos muchos peros a este mundo, algunas gentes escapan por la puerta falsa del suicidio, pero la verdad que pocos son los que en verdad quieren irse de este mundo. Y la razón está por una parte, porque muchos no están muy seguros de lo que pueda ocurrir después de la muerte, pero otros muchos temen ese momento en que se decide nuestro destino eterno. No nos olvidemos que Cristo pasó por ese trago amargo, pero lo hizo confiado en las promesas de una vida nueva de parte de su Padre Dios. Nosotros también confiamos en esa promesa, confiamos en la muerte redentora de Cristo y en su gloriosa resurrección que nos asegura la nuestra. Por eso, podemos volver a decir llenos de esperanza: “No temas, rebañito mío, porque tu Padre ha tenido a bien darte el Reino”.