sábado, 31 de julio de 2010

¿Quién puede librarse de la encajosa de Doña Avaricia?


Las parábolas de Cristo no pasan de moda. Era su manera de enseñar a la gente, era un cuentecito, una anécdota, y los mandaba de regreso a casa, pues él ya sabía que en el camino irían meditando y comentando lo que le habían escuchado. . Esta vez, sin más explicación, quiero que mis lectores, sobre todo los que no van a Misa, puedan escuchar esta narración de Jesús, con las palabras que él mismo dio como breve explicación y que nos hablan de un hombre que era tan pobre, tan pobre, tan pobre, que no tenía más que sus riquezas y su dinero, pues no se menciona de él si tuvo padres, o hijos, o esposa o trabajadores o patrones. Nada. sólo él y sus riquezas. Nadie más:

“Un hombre rico obtuvo una gran cosecha y se puso a penar: “¿Qué haré, porque no tengo ya en dónde almacenar la cosecha? Ya se lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes para guardar ahí mi cosecha y todo lo que tengo. Entonces podré decirme: Ya tienes bienes acumulados para muchos años: descansa, come, bebe y dar a la buena vida”. Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién serán todos tus bienes? Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios”.

Conmueve la terrible soledad de aquél hombre a quien sólo consolaban sus frías monedas, sus enormes bodegas y sus incontables granos. Pero nada más. Y conmueve porque esa es la triste historia de muchos contemporáneos nuestros y de algunas naciones que se han distinguido también por ir atesorando y juntando posesiones a otras posesiones, aunque para ello condenen a la terrible pobreza y a la inanición a otras muchas naciones y a otros muchos hombres que no tendrán nunca una condición digna de hijos de Dios, porque la avaricia, “que es una forma de idolatría”, al decir de San Pablo, ha sido el móvil sus acciones. Y todos nos olvidamos que los bienes de este mundo, son precisamente de este mundo, podremos apresarlos, podremos hacernos la ilusión de que son nuestros, pero al final del camino, también tendremos que desprendernos de ellos que se quedarán esperando a que otras nuevas gentes los posean. Quizá no sea por demás relatarles que el protagonista de una película mexicana ya muy vieja, “Los cuervos están de luto”, puso en terrible tensión a los familiares cuando estaba a punto de morir, pues por ninguna parte encontraban las escrituras y los documentos de las muchas posesiones del que se les iba y como último recurso tuvieron que esculcarlo, porque todos sus documentos los llevaba perfectamente atados a la cintura, en un último intento de llevarse con él cuanto había logrado adquirir.

Qué distinta la actitud de Francisco, el hermano Francisco, el Santo, que habiendo renunciado absolutamente a todo lo que la riqueza podría proporcionarle, redescubrió con gran deleite y complacencia las estrellas, el sol, el agua, las flores, el fuego, los pájaros, la creación entera, sin la tentación de poseer vanamente algunas cosas de esas, sin pretender privar a los demás de las cosas que Dios hizo precisamente para todos.

Para terminar, invito a mis lectores a que escuchen cómo se expresan los obispos latinoamericanos en Aparecida: “Ante una vida sin sentido, Jesús nos revela que Dios nos ama tanto, que hace del hombre, peregrino en este mundo, su morada: “Vendremos a él y en él viviremos” Jn 14, 23. Ante la desesperanza de un mundo sin Dios, que sólo ve en la muerte el término definitivo de la existencia, Jesús nos ofrece la resurrección y la vida eterna. Y ante la idolatría de los bienes terrenales, Jesús presenta la vida en Dios como valor supremo: “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo, si pierde su vida?”

jueves, 22 de julio de 2010

¿La oración es el refugio de cristianos flojos y holgazanes?

Para dar respuesta a esa pregunta, habría necesidad de contemplar de cerca la actitud de Cristo, que se desvivía por estar cerca de aquellos a los que había sido enviado, pues se consideraba el Buen Pastor que quiere estar cerca de sus ovejas, a las que conoce por su nombre, y por las que se desvivía, hasta dar su vida misma. Lo vemos en constante actividad entre las gentes, curando a unos, alentando a otros, perdonando y proclamando el mensaje de amor que se le había encomendado. Pero nos equivocaríamos si eso fuera toda la vida de Cristo. Cuando terminaba con las gentes, cuando las despedía, no se iba a camita muy tranquilo y cansado. Aún le quedaban largos ratos de oración, en los que le hablaba a su Padre Dios de las gentes con las que se encontraría al día siguiente. Y muchas veces, cuando sus amigos los apóstoles se levantaban amodorrados, se encontraban con que Cristo ya estaba de nueva cuenta en oración. A eso atribuían la serenidad de Jesús, el mostrarse siempre de buen humor, siempre complaciente con las gentes, infatigable, dueño de sí mismo y sereno.

Y los apóstoles no se aguantaron las ganas y de ellos salió el pedirle que les enseñara a orar como Juan Bautista había enseñado a los suyos. Querían identificarse con su propio maestro. Y éste se mostró sumamente complacido en enseñarles. No fue de una sola sentada que Cristo instruyó a los suyos. Desde su petición, Cristo fue dejando caer como la lluvia en tierra seca, las palabras que él quería que los suyos pronunciaran en la oración. Y así fue brotando la oración fundamental que nosotros conocemos desde chicos como el “Padre nuestro”.

Ya estas dos primeras palabras cambiarían por completo el sentido de nuestra vida y la relación con los demás. Dicen que santa Teresa al sólo asomarse a estas dos palabras sentía tanta emoción, que ya no podía continuar con el resto de la fórmula propuesta por Cristo. Si comprendemos que Dios es el Padre, y no sólo mío sino de todos los hombres, ya no puedo tener enemigos, ya no puedo hacer distingos entre personas, ya no puedo despreciar a los que no piensan como yo, ya no puedo ser insensible ante aquellos a los que la vida no les ha sonreído, ya no puedo pasar indiferente, volteando a otro lado mientras me doy cuenta que están asaltando a alguien, ya no podré abusar y ser injusto con los que no pueden defenderse, porque todos ellos son mis hermanos. Así de interesante son las palabras introductorias. Sin querer abundar y sin pretender ser exhaustivo en la consideración del Padre nuestro, saltan inmediatamente varios deseos hacia Dios mismo que al fin y al cabo, vienen a redundar en beneficio nuestro: “santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Qué bello será el mundo cuando todos los hombres tengan a Dios por Padre y honren y veneren su nombre. Qué armonía gozaremos entre todos, cuando nosotros establezcamos el reino de verdad, de amor, de justicia y de paz aquí en la tierra. Y qué delicia será nuestro mundo cuando todos sepamos hacer su voluntad. Los crímenes y la violencia habrán sido cosa del pasado. La sangre ya no correrá por las calles y la tristeza y el duelo habrán pasado para no volver más.

Y a continuación vienen las peticiones que miran directamente al bien del hombre: el pan de cada día, para hoy y para todos: el perdón para nuestros pecados habiendo tenido la delicadeza de haber hecho nosotros lo mismo, el saber vencer en las tentaciones que siempre nos acompañarán hasta el último día de nuestra vida, y finalmente, la perseverancia, líbranos del mal. A continuación Cristo colocó una parábola bellísima invitando a la perseverancia, y luego tres verbos que nos van a encantar y que tendrán como respuesta el don del Espíritu Santo: “Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá”. Con tal invitación ¿Alguien podrá ser insensible ante el deseo de Cristo de orar siempre y vivir cerca del Buen Padre Dios?

El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en alberami@prodigy.net.mx

lunes, 12 de julio de 2010

Las inolvidables amigas de Jesús.

Una de las cosas que más se admiran en el medio oriente, es la hospitalidad de sus gentes. Cualquier forastero es bienvenido, sin preguntarle sobre su procedencia y es sentado a comer como uno más de la familia. Parece que esta hospitalidad es una herencia de Abraham, que una tarde, encontrándose en su tienda, recibió la visita misteriosa de tres personajes, que se presentaron cuando más apretaba el calor del día. Los hospedó, los atendió, les preparó lo mejor de su mesa, y los escrituristas dicen que se trataba del mismo Dios que así quería honrar a Abrahán que lo recibía con fe, que le brindaba su hospitalidad, lo cual fue premiado pues se le prometió un hijo aunque su mujer ya no estaba en edad de concebir.

Esas mismas mieles de la hospitalidad pudo probarlas el mismo Jesús en un hecho que todavía hoy nos sorprende. Los rabinos en Israel no podían acercase a una mujer a menos de dos metros de distancia, y bajo ninguna circunstancia se permitían tener como discípula de la Tora, o Ley de Moisés a una mujer. Por eso es tan agradable y tan inusitado lo que nos describe Lucas, que presenta a Cristo amigo de dos mujeres. Sí, dos mujeres que lo recibían en su casa cuando iba o venía a Jerusalén. Suponemos que Jesús, ese día, no vendría solo, sino con sus apóstoles. La que se dice dueña de la casa Marta, viendo lo que requeriría atender a Cristo y sentarlo a la mesa con sus acompañantes, inmediatamente fue preparar lo necesario: el becerrito o la ternera para la comida, el pan horneado en casa y otros menesteres. En cambio, su hermana, María, con gran delectación de su parte, se sentó a los pies del Maestro y le dio todas las muestras de hospitalidad que el caso requería. Este momento ha sido descrito por los grandes pintores. Pues sucedió que Marta se mostró sorprendida y molesta porque su hermana se había quedado tan tranquila como si no hubiera habido visitantes, y sintiendo la suficiente confianza con Cristo, fue a reclamarle que no enviara a su hermana a ayudarle con el quehacer, pues aún faltaban muchas cosas. Pero sorpresivamente, Cristo no sólo no le hizo caso, sino que le dio la lección: “Marta, Marta, muchas cosas te preocupan y te inquieran, siendo así que una sola es necesaria. María escogió la mejor parte y nadie se la quitará”.

Nosotros ya no podremos recibir físicamente a Cristo para hospedarle, porque no está más entre nosotros, pero sí que podemos recibirle en su Palabra y acogerlo y mostrar el mismo interés y la misma ilusión y la sorpresa de los niños cuando oyen una narración interesante. Se salen de su mundo y se adentran en la imaginación escuchando a su interlocutor. Normalmente nosotros los adultos no procedemos de esa misma manera, y nos perdemos la gran oportunidad de recibir en la hospitalidad a Cristo en su Palabra, olvidándonos que Cristo dijo alguna vez que los que escuchan su Palabra y la ponen en práctica, son como sus familiares, además de que Cristo siempre pidió buscar primero el Reino de Dios y todo lo demás se nos daría por añadidura. El tiempo entonces ha llegado, para escuchar atentamente cuando Cristo habla. Escuchar, no oír, con todo el corazón y con toda la entraña, y nunca dar muestra de descortesía hacia Cristo que los domingos normalmente quiere hacernos llegar su mensaje. Se ve que las gentes no tienen mucho interés por lo que se dice durante la proclamación de la Palabra de Dios y es aún muy común que me pregunten: “Padre, llegué tarde, llegué al Evangelio, ¿me valió la Misa?”, lo cuál quiere decir que la asistencia es un cumplido y no un encuentro personal con Cristo Salvador. Valdría la pena estos días de vacaciones, dejar la vida agitada e inquieta de todos los días, para abrir de par en par las puertas a Cristo, sentándose a sus pies, como fieles discípulos de su Palabra, para convertirnos luego en mensajeros, en heraldos de la Buena Nueva que el Señor Jesús nos ha traído, para llenar nuestro mundo de amor, de bendición y de paz. No te digo que te eleves a Cristo para escucharle, sino que dejes que él baje hasta ti y te ilumine, te enriquezca y te eleve al mismo corazón de tu Dios que es tu Padre y tu Señor.

El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en alberami@prodigy.net.mx

jueves, 8 de julio de 2010

¡Me saqué la lotería!

A todos nos ha entrado alguna vez la fiebre del juego: bingos, quinielas, máquinas, loterías modernas o primitivas se están llevando una buena parte de los sueños y los dineros. Las cosas andan mal y –quién más, quién menos- todos los que jugamos esperamos la mágica solución de un <> que nos saque de apuros.
A todos nos ha llegado alguna vez la fiebre del juego: bingos, quinielas, máquinas, loterías modernas o primitivas se están llevando una buena parte de los sueños y los dineros. Las cosas andan mal y –quién más, quién menos- todos los que jugamos esperamos la mágica solución de un gordo que nos saque de apuros.
A mí la lotería me parece estupenda, entendida como un juego. ¿Quién no ha soñado, en la segunda quincena de Diciembre, con todas esas cosas que va a hacer con ese premio que, lo sabemos de sobra, no nos va a tocar?
Lo preocupante es el sueño convertido en fiebre o el confundir la esperanza con la suerte. O, lo que es peor, volcarse en las loterías del dinero y olvidarse de todas esas loterías con premios mucho más suculentos y seguros.
La lotería de VIVIR, por ejemplo. Esa nos toca a todos desde aquel día en que la bolita de la existencia cayó sobre nosotros. Vivir bien es estupendo, pero a mí me parece más maravilloso el simple hecho de vivir. El día de nuestro nacimiento nos tocó el <>, salimos de la pobreza absoluta de la nada y entramos en la maravilla del tiempo y de la sangre. Lo absurdo es que haya gente que ruede por el mundo sin haberse molestado en consultar la lista de esa lotería de vivir para comprobar que allí están su nombre y apellidos.
La lotería de AMAR es aún más fecunda y tiene premio doble: la posibilidad de amar y ser amado. ¿Quién sabría decir cuál de los dos premios es más grande? Para esta lotería no hace falta ni siquiera comprar billete: basta con tener corazón y con no tenerlo demasiado endurecido por el egoísmo. Es un sorteo con muchas pequeñas alegrías de reintegro que, además tocan en todos los décimos.
La lotería de la ESPERANZA es un poco más cuesta arriba. Para jugar a ella hay que tener los ojos limpios y algunos kilos de coraje frente a la adversidad. Pero también está al alcance de todos. Generalmente en esta lotería no tocan premios gordos; hay que irla girando cada día, con pequeñas cosas que dan para seguir comprando esperanzas para el día siguiente.
Y luego esta la lotería de CREER. Creer, si se puede, en Alguien. O, cuando menos, en algo, que, si es limpio, termina por conducir a creer en ese Alguien que escribo con mayúscula. Esta lotería no se compra. Es un don. Pero un don ofrecido a todo el que lo busca con buena voluntad. Y ese sí que es un buen gordo. No resuelve los problemas. Pero da fuerza para resolverlos.
Todas estas loterías están ahí. Y tocan a todos los jugadores. Y se ofrecen a ricos y a pobres… Lo asombroso es que no haya colas en las cajas.


lunes, 5 de julio de 2010

¿Cristo disfrazado de buen samaritano o el buen samaritano disfrazado de Cristo?

Las parábolas de Jesús no tienen comparación. No son cuentecillos de abuelita, para entretener a los nietos que ahora deben pasar con los abuelos muchas horas del día porque los papás trabajan mañana y tarde. Las parábolas de Cristo inmediatamente nos conectan con nuestra propia vida y exigen una respuesta que sólo nosotros podemos dar. Así nos encontramos con una parábola de las más bellas, que no son para ser consideradas, sino para ser vividas. Todo partió de la pregunta de un doctor de la Ley de Moisés, que seguramente consideraba que Cristo no hablaba claro sobre el Reino de los cielos, sobre la otra vida, sobre el amor a Dios sobre todas las cosas, y se detenía demasiado en las cosas de los hombres. “¿Qué debo hacer para conseguir la vida eterna?” fue la pregunta que desencadenó todo un proceso. Como él era doctor de la ley, Cristo le revirtió la pregunta, y tuvo que recitar lo que todo israelita estaba obligado a recordar varias veces al día, y que constituía el camino seguro de salvación: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… y a tu prójimo como a ti mismo”. Cristo le pidió entonces que pusiera en práctica aquello para comenzar a vivir el camino de salvación. Pero como el doctor de la ley insistiera en preguntar desde su posición jurídica: “¿Y quién es mi prójimo?”, Jesús comenzó a desgranar su parábola: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, y en el camino fue asaltado, lo mismo que ocurre el día de hoy, y fue dejado medio muerto al borde del camino. Al poco tiempo bajaba también un sacerdote, que iba pensando en sus ceremonias del templo o en la sinagoga, apurado por cambiar sus ornamentos y por estrenar vasos sagrados porque los anteriores y estaban deteriorados, o por conseguir incienso con nuevas fragancias. Cuando vio al herido, pensó que eso le pasaba por no haber ido al templo, quizá ocupado en sus negocios, en la venta de sus semillas o de su ganado, por lo cuál se había ganado ser asaltado. A lo mejor era un delincuente, o había pecado en Jerusalén con alguna prostituta, o era un narcotraficante, a lo mejor tenía sida, o a lo mejor ya habría muerto, por lo que él mismo adquiriría una impureza legal, por lo que solo se atrevió a darle por lo bajo una bendición y se comprometió a llamar al teléfono de emergencia en el pueblo más cercano.

Poco después bajó también un levita, una especie de sacristán del templo que tenía como encomienda explicar a las gentes la Palabra de Dios. reparó en la triste condición del herido, pero pensó al mismo tiempo que aquél hombre estaría pagando su culpa por no haber asistido al sermón donde él había hablado de maravilla sobre el amor a Dios y sobre los deberes que tenemos para con él y pensó que por lo tanto no era digno de su cuidado, por descreído. Él también se comprometió a llamar a la cruz roja o a alguna institución de beneficencia y siguió su camino encomendándose a Dios.

Finalmente pasó un samaritano, a quien los judíos consideraban un descreído, un hereje, un enemigo suyo, un excomulgado, uno de aquellos a los que les llamaban perros, porque no pertenecían a la privilegiada casta de los judíos. Aún a costa de ser él mismo asaltado, se baja de su montura, tomó con sumo cuidado al herido, lo curó con lo que tenía a mano, un poco de vino y un poco de aceite, con mucho cariño lo puso sobre su pollino, lo llevó a la posada más cercana, se pasó la noche en vela con él, y en la mañana le encargó al posadero que se encargara del enfermo hasta que sanara completamente y le dió una buena cantidad de dinero para que no le faltara ningún cuidado. Ya mis lectores estarán cayendo en la cuenta que es Cristo el que se describe a sí mismo en el buen samaritano, y que es la Iglesia la que tiene a su cuidado los que han caído en desgracia, los que han sido heridos por el pecado y que nosotros tenemos que hacer lo mismo que él. Cuidadosos de las cosas de Dios, pero más cuidadosos quizá de los cosas que atañen a los hombres, a su servicio a su dignidad, a su condición digna de hijos de Dios. Y no está por demás decir que a nosotros, como al famoso doctor de la ley, Cristo nos despide con la recomendación: “Anda y has tú lo mismo”.

El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en alberami@prodigy.net.mx