lunes, 29 de agosto de 2011

Si los hombres se cansaran de pecar, Dios no se cansaría nunca de perdonar.



No sé dónde he oído esa frase, pero alguno de mis lectores sabrá quién la haya dicho, y les recomendaré que me acerquen a su autor, pues el texto de Mateo 18, que hoy la Iglesia presenta a la comunidad católica nos habla de tres situaciones que la misma Iglesia tiene que afrontar: la corrección fraterna, el perdón en la comunidad y el gozo de saber que la oración comunitaria es el medio con el cuál nosotros podemos llegar directamente al corazón de nuestro Dios, para encontrar remedio y fortaleza para nuestros males.
Todos sabemos, porque lo estamos viviendo, que la violencia y la muerte se ha enseñoreado de nuestras plazas, ciudades y lugares de diversión y esparcimiento, y nada haríamos con esconder la cabeza bajo tierra como el avestruz, y pensar que mientras a nosotros no nos toque, todo estará bien. Es el momento de fincar a Cristo en el centro de nuestras familias, pues ahí se están gestando los santos, los defensores de la humanidad, o los grandes criminales que asolan y asedian a los pobres, los inocentes y los débiles. ¡Sólo Cristo salva! Los papás no pueden dormir tranquilos mientras los jóvenes vagan de noche por los antros y los bares, poniendo en peligro sus vidas jóvenes, tal como se los decía el Papa a los jóvenes en la Jornada juvenil en Madrid que acaba de terminar:
“Sí, queridos amigos, Dios nos ama. Ésta es la gran verdad de nuestra vida y que da sentido a todo lo demás. No somos fruto de la casualidad o la irracionalidad, sino que en el origen de nuestra existencia hay un proyecto de amor de Dios. Permanecer en su amor significa entonces vivir arraigados en la fe, porque la fe no es la simple aceptación de unas verdades abstractas, sino una relación íntima con Cristo que nos lleva a abrir nuestro corazón a este misterio de amor y a vivir como personas que se saben amadas por Dios”.
Ese Cristo que anuncia el Papa es el que está haciendo falta en nuestras familias, en nuestra sociedad y en sus instituciones. Lo demás será quejarnos amarga e inútilmente de nuestra suerte. Mientras desenmascaramos el mal, dejemos que Cristo se convierta en el que enjugue nuestras lágrimas y nos lleve por caminos de paz y de amor.
El Cristo de Mateo es un Cristo que habla de desatar y casi nunca de atar, pues Cristo sabia perdonar, atraer y llevar tras de sí a los que se le confiaban y ese tendrá que ser el camino de la Iglesia si quiere ser fiel a su Señor, atraer a todos los hombres al corazón de Jesús, pero por sendas de verdad, de amistad, de paz, de consuelo y de justicia.
Y sobre la oración de la comunidad, no puedo olvidar esos grandes verbos que son como la clave única para abrir el corazón de nuestro Dios y que el mismo Cristo nos ha descubierto: pedir, tocar, y buscar, y encontraremos respuesta de nuestro Buen Padre Dios, sabiendo que Cristo empeñó toda su autoridad cuando dijo: “Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”. Qué más promesas queremos, qué más consuelo podemos pedir que saber que Cristo Jesús está cerca de los suyos, de los que sufren, de los enfermos y de los que luchan por encontrarse con la paz, con la justicia y la fraternidad.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en alberami@prodigy.net.mx

jueves, 18 de agosto de 2011

¿QUIEN DICE LA GENTE QUE SOY YO?





Hace dos mil años un hombre formuló esta pregunta a un grupo de amigos. Y la historia no ha terminado aún de responderla. El que preguntaba era simplemente un aldeano que hablaba a un grupo de pescadores. Nada hacia sospechar que se trataba de alguien importante. Vestía pobremente. El y los que le rodeaban eran gente sin cultura, sin .lo que el mundo llama “cultura”. No poseía títulos ni apoyos. No tenía dinero ni posibilidades de adquirirlo. No contaba con armas ni con poder alguno. Eran todos ellos jóvenes, poco más que unos muchachos, y dos de ellos, uno precisamente, el que hacía la pregunta morirían antes de dos años con la más violenta de las muertes. Todos los demás acabarían, no mucho después; en la cruz o bajo la espada. Eran, ya desde el principio y lo serían siempre, odiados por los poderosos. Pero tampoco los pobres terminaban de entender lo que aquel hombre y sus doce amigos predicaban.

Era, efectivamente, un incomprendido. Los violentos le encontraban débil y manso. Los custodios del orden le juzgaban, en cambio, violento y peligroso. Los cultos le despreciaban y le temían. Los poderosos se reían de su locura. Había dedicado toda su vida a Dios, pero los ministros oficiales de la religión de su pueblo le veían como un blasfemo y un enemigo del cielo. Eran ciertamente muchos los que le seguían por los caminos cuando predicaba, pero a la mayor parte les interesaban más los gestos asombrosos que hacía o el pan que les repartía alguna vez que todas las palabras que salían de sus labios. De hecho todos le abandonaron cuando sobre su cabeza surgió la tormenta de la persecución de los poderosos y sólo su madre y tres o cuatro amigos más le acompañaron en su agonía.

La tarde de aquel viernes, cuando la losa de un sepulcro prestado se cerró sobre su cuerpo, nadie habría dado una moneda por su memoria, nadie habría podido sospechar que su recuerdo perduraría en algún sitio, fuera del corazón de aquella pobre mujer su madre que probablemente se hundiría en el silencio del olvido, de la noche y de la soledad.

Y sin embargo, veinte siglos después, la historia sigue gritando en torno a aquél hombre. Los historiadores, aún los más opuestos a él, siguen diciendo que tal hecho o tal batalla ocurrió tantos a cuantos años antes o después de él. Media humanidad, cuando se preguntaba por sus creencias, sigue usando su nombre para denominarse.

Dos mil años después de su vida y su muerte, se siguen escribiendo cada año más de mil volúmenes sobre su persona y su doctrina. Su historia a servido como inspiración para, al menos, la mitad de todo el arte que ha producido el mundo desde que él vino a la tierra. Y, cada año, decenas de miles de hombres y mujeres dejan todo; su familia, sus costumbres, tal vez hasta su patria para seguirle enteramente, como aquellos doce primeros amigos.

¿Quién, quién es este hombre por quien tantos han muerto, a quien tantos han amado hasta la locura y en cuyo nombre se han hecho también ¡hay! tantas violencias? Desde hace más de dos mil años su nombre ha estado en la aboca de millones de agonizantes, como una esperanza, y de millares de mártires, como un orgullo. ¡Cuántos has sido encarcelados y atormentados, cuántos han muerto sólo por proclamarse seguidores suyos! Y también ¡ay! cuántos han sido obligados a creer en él con riesgo de perder sus vidas, cuántos tiranos han levantado su nombre como una bandera para justificar sus intereses o sus dogmas personales.

Su doctrina, paradójicamente, inflamó el corazón de los santos y las hogueras de la inquisición. Discípulos suyos se han llamado los misioneros que cruzaron el mundo sólo para anunciar su nombre y discípulos suyos nos atrevemos a llamarnos quienes por fin hemos sabido compaginar su amor con el dinero.

¿Quién es, pues, este personaje que parece llamar a la entrega total a al odio frontal, que cruza la historia como una espada ardiente y cuyo nombre o cuya falsificación produce frutos tan opuestos de amor o de sangre, de la locura magnífica o de la vulgaridad? ¿Quién y qué hemos hecho de él, cómo hemos usado o traicionado su voz, qué juego misterioso o maldito hemos sacado de sus palabras? ¿Es fuego o es opio? ‘Es bálsamo que cura, espada que hiere o morfina que adormila? ¿Quién es? ¿Quién es?

Pienso que el hombre que no ha respondido a esta pregunta puede estar seguro, de que aún no ha comenzado a vivir. Gandhi escribió una vez: yo digo a los hindúes que su vida será imperfecta si no estudian respetuosamente la vida de Jesús. ¿Y qué pensar entonces de los cristianos, cuántos Dios mío que todo lo desconocen de él, que dicen amarle, pero jamás le han conocido personalmente?

Y es una pregunta que urge contestar porque, si él es lo que dijo de sí mismo, si él es lo que dicen de él su discípulos, ser hombre es algo muy distinto de lo que nos imaginamos, mucho más importante de lo que creemos. Conocerle no es una curiosidad. Es mucho más que un fenómeno de cultura. Es algo que pone en juego nuestra existencia. Porque con Jesús no ocurre como con otros personajes de la historia. Que Napoleón muriera derrotado en Elba o que llegara siendo emperador al final de sus días, no moverá hoy a un sólo ser humano a dejar su casa, su comodidad y su amor y marcharse a hablar de él a una aldea del corazón de África.

Pero Jesús no, Jesús exige respuesta absoluta. El asegura que, creyendo en él, el hombre salva su vida e, ignorándole, la pierde. Este hombre se presenta como el camino, la verdad y la vida. Por tanto, si esto es verdad, nuestro camino, nuestra vida, cambian según sea nuestra respuesta a la pregunta sobre su persona.

¿Y cómo responder sin conocerlo, sin haberse acercado a su historia, sin contemplar los entresijos de su alma, sin haber leído y releído sus palabras?

Estas líneas que tienes en tus manos, son simplemente, el testimonio de un hombre cualquiera, de un hombre como tú, que lleva algunos años tratando de acercarse a su persona. Y que un día se sienta a la máquina como quien cumple un deber para contarte lo poco que de él ha aprendido.

lunes, 15 de agosto de 2011

Tesoro escondido, perla preciosa:


En tiempos de Jesús no había Bancos ni Cajas de Ahorros ni cajas fuertes en las casas para poner los ahorros de una familia. Se enterraban las monedas de oro en algún sitio secreto y sucedía frecuentemente que moría el que había enterrado y nadie sabía el sito donde estaban.
Las guerras eran frecuentes en aquellas regiones y cuando la gente sabía que los enemigos se acercaban cavaban un hoyo y enterraba sus tesoros y salida huyendo, con la esperanza de algún día volver. Muchas veces no volvían y el tesoro quedaba para el dueño del campo.
Jesús al narrar esta parábola habla de algo con lo cual todos estaban familiarizados. ¿A qué quería llegar Jesús?.... Jesús no es hombre de medias tintas. Es radical, ofrece muchísimo pero lo que exige no es poco. Pone precio alto, no está ofreciendo chucherías. Jesús quería llegaral desprendimiento total y gozoso para conseguir el Reino y nos quiere enseñar que vale la pena cualquier sacrificio con tal de entrar en el Reino de Dios.
Bien vale la pena renunciar a lo menos por adquirir lo que es inmensamente superior. Los demás quizás lo creyeron loco al verlo vender todo. Pero no lo estaba. Esto era el mejor negocio para él.
Es interesante que Jesús en el Evangelio de hoy compare el Reino de Dios con una perla... En el mundo antiguo las perlas ocupaban un sito muy especial en la estimación de la gente, por su valor, por su belleza... esto significa que el Reino de los cielos es lo más precioso que existe y que considera un verdadero placer el lograr contemplarlo y admirarlo. El Reino de los cielos es cumplir su santa voluntad. Es renunciar a todo lo que disguste al Señor y hacer lo que más le agrade.
Hay dos modos de encontrarse el Reino de los cielos...
1. El que encontró un tesoro y no lo buscaba. Lo encontró sin pensarlo.
2.En cambio el que encontró la perla la estaba buscando... no importa cómo lo hayamos encontrado nosotros, lo importante es que lo estimemos siempre como algo tan extraordinariamente valioso que con tal de poseerlo estemos resueltos a renunciar a todo lo demás.
El Evangelio también nos dice que Jesús tenía entre sus oyentes a muchos marineros y sabe apreciar lo que se hace en la vida ordinaria. La parábola de la red les entraba por los ojos, les resultaba muy agradable y familiar.
Con ella nos enseña que llegará el momento en el que serán separadas las gentes malas y buenas y que cada uno irá al destino que se haya preparado con su conducta. Cada uno se está fabricando, desde ahora, su propio destino final según sea su conducta. Un día tendrá lugar esta selección y yo estaré allí presente.
Señor: hasta ahora, con gran misericordia has soportado en tu red a muchos peces malos y uno de ellos soy yo. Pero estás aguardando a que los peces malos nos volvamos buenos... Ayúdame a conseguirlo antes del día definitivo, no quiero ser del número de estos últimos.

DESDE ENTONCES, PEDRITO PARTE EL QUESO




























Hace muchos años, cuando muchos de mis lectores no habían nacido, en mi natal Guanajuato, estaba un día confesando una larga fila de niños de primera comunión cuando apareció un grupo de varios jóvenes que se notaban inquietos porque querían acercarse a mí y no podían por los niños. Los llamé y se identificaron, eran estudiantes de leyes de la Universidad, y como estaban en un rally querían hacerme una pregunta. Yo me persigné y me encomendé a Dios porque me imaginaba que me preguntarían sobre derecho romano en conexión con el derecho de la Iglesia u otras linduras, pero mi sorpresa fue grande, muy grande cuando me preguntaron: “Díganos, Padre, cuáles son los mandamientos de la Ley de Dios”. Me acuerdo que llamé a uno de los niños que esperaban confesarse y él les dijo entusiastamente cuáles eran los dichos mandamientos, a los flamantes estudiantes de leyes.
Siempre recuerdo con esto, que Jesús una vez se acercó a sus apóstoles con dos preguntas, en las que adivino a un Cristo muy humano. De hecho, siento que como somos tan grandes cada uno de nosotros, que nosotros mismos no somos capaces de conocernos en su totalidad, y si quisiéramos conocernos mejor, bastaría preguntarles a las gentes que nos conocen, que nos tratan, con las que convivimos, y ellas nos darían datos que a nosotros seguramente se nos habrán escapado. Sin embargo, no era precisamente esto lo que Cristo quería conocer, sino la comprensión de su misión y de su persona. En cuestión, estando fuera del territorio judío en Cesarea de Filipo, quizá en el camino les preguntó en primer lugar qué pensaban las gentes de él, ya que los apóstoles se mezclaban entre la gente y los oían. Por la respuesta, Cristo se dio cuenta que las gentes no habían entendido cabalmente su misión y lo consideraban uno más de la bola, uno de los profetas que de cuando en cuando aparecían en su tierra. Pero la inquietud de Cristo fue más allá y por eso se lanzó con una pregunta más directa: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Si los apóstoles hacía poco que lo habían reconocido como el Hijo de Dios cuando en una madrugada tormentosa en medio del lago de Galilea lo vieron acercarse a ellos caminando sobre las aguas, ahora el turno le tocaba a Pedro. Él no echó mano de sus escasos conocimientos aprendidos en su niñez allá en la sinagoga de Cafarnaúm, sino que dejó que el Espíritu Santo lo tocase y por eso su respuesta fue clara y contundente: “¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios!”.
Para Jesús fue un descanso oír a Pedro expresarse de esa manera, pues por fin podía situarse frente a sus apóstoles con su verdadera personalidad y con una misión que poco a poco irían entendiendo ellos. Y de tal manera complació a Cristo la respuesta de Pedro que en ese momento lo nombró para estar al frente de la Iglesia que fundaría para salvación de todos los hombres. Comienza por cambiarle el nombre y de Simón, desde entonces se llamaría Pedro que significa roca, pues se necesitaba algo inconmovible para soportar la salvación de los hombres en todas las épocas de la historia, y en seguida, le promete darle las llaves del Reino de los cielos, le promete su asistencia perpetua, que siempre será superior a cualquier poder del mal, porque desde entonces “todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo”. En la Iglesia siempre existirá el pecado, por eso Cristo, en el colmo de su amor, permite que Pedro y sus hermanos los Apóstoles y todos sus sucesores, gocen de la potestad de perdonar sus pecados a los hombres. De manera que tenemos una familia numerosa con una cabeza fuerte y sólida, que asegura la salvación para todos los hombres. Será la única Iglesia de Jesús a la que el Papa dará continuidad y asegurará que el mensaje de Salvación efectivamente llegue a todos los hombres. Son interesantes en ese sentido las primera palabras de Benedicto XVI en el balcón de la Basílica de San Pedro, porque en ellas se adivina que el único protagonismo será el de Cristo y no el del Papa que se declara simplemente servidor del único Rey y Señor de la historia, Cristo Jesús. Vivamos, pues con intensidad, nuestra pertenencia a la única Iglesia de Jesús.

UNA MUJER JUEGA A LAS VENCIDAS CON CRISTO Y LO DERROTA.



Visto desde el espacio, nuestro planeta tierra no presenta ninguna división, con excepción quizá de la Muralla China pues fue creado para todos los hombres. Pero cuando desciendes y comienzas a mezclarte entre los hombres, te das cuenta de las divisiones absurdas que ellos se imponen: el color de la piel, el idioma, su situación económica y política, su sexo, imponiendo serias limitaciones a la mujer, y lo que es increíble, la propia religión es motivo de división. Hubo un pueblo muy religioso, pero tan religioso, que sentían a los demás como enemigos e incluso se atrevían a calificar a los que no pertenecían a su raza, como perros, una denominación demasiado dura tratándose de otros hombres. Sin embargo, su religión no era tan grande como para amar a todos los hombres. A ese pueblo, el hebreo, el judío, el israelita, perteneció Jesús. Y aunque compartía las tradiciones religiosas de su pueblo, sus costumbres ancestrales y su riquísima oración, no compartía definitivamente la idea de un pueblo superior a todos los otros pueblos con los cuales no compartirían los dones divinos y la preferencia que Dios les había mostrado. Esto le costó a Cristo muchos dolores de cabeza y la animadversión de la religión oficial o mejor de los dirigentes religiosos de su pueblo que se habían hecho odiosos, pues siendo representantes del templo, se habían convertido en terratenientes y los poseedores de toda la riqueza material del pueblo.
La ocasión de mostrar la universalidad de la salvación del Buen Padre Dios, ocurrió precisamente fuera del territorio de Israel, cerca de Tiro y Sidón. Una mujer, que era extranjera y para colmo cananea, o sea fenicia y por lo tanto pagana, se acercó con gran atrevimiento suyo para pedir la curación de su hija que estaba enferma. Sólo una mujer que sabe que está ante la única posibilidad de curación para su hija, gritaría como aquella mujer. Cristo callaba. Y más bien los apóstoles le hicieron notar su presencia a Jesús, y le pidieron que la atendiera, pues era denigrante para ellos llevar consigo una mujer detrás de ellos y gritando. Sin embargo, es a ellos, no a la mujer, a quienes Cristo les indica que él había sido enviado sólo a socorrer a los hijos descarriados de Israel. Pero la mujer no se arredró, como no se arredró María la Madre del Señor cuando pidió auxilio en las bodas de Caná para los jóvenes esposos en apuros.
Ni los apóstoles ni todos los demonios juntos que atormentaban a su hija, pudieron impedir que ella se acercara a Jesús y postrada pidiera nuevamente la salud para su hija. Jesús respondió entonces con una palabra que a nosotros nos parece durísima y que nos hace pensar que no es el mismo Cristo que estaba siempre atento a socorrer a las gentes: “No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perros”. Era un juego que se había iniciado entre Cristo y la mujer. Ella aceptó el reto, tomó la pelota y respondió firmemente: “Es cierto, Señor, pero los perros también comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Esto fue lo que desarmó a Cristo que se mostró cien por ciento partidario de la mujer, pues ella había mostrado su fe en su persona, en su poder, su perseverancia, su amor a toda costa y de paso les daba una gran lección a sus apóstoles y se deslindaba para siempre de los dirigentes religiosos de su pueblo que le impedían tratar a una mujer, extranjera y pagana, y complacerla en su petición, para mostrarse como el Salvador de todos los hombres: “¡Mujer, que grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”. Y en ese momento su hija quedó curada para siempre y ella se mostró como fiel seguidora de Cristo Jesús, seguidora suya en tierra de paganos.
Podemos decir que la cananea derrotó a Cristo con las armas que éste había ideado para vencer el corazón de nuestro Dios: Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá, si ella pudo, ¿Porqué nosotros no podremos vencer al corazón de nuestro Dios con un grande amor, con perseverancia y dejándole a él la última palabra?
Y si Cristo no lo hizo, que a nosotros no se nos ocurra considerar a otros que no tienen nuestra misma fe, como enemigos y adversarios. Somos hijos del único Dios, Padre de todos los hombres y hermanos del único Salvador, Cristo Jesús.


sábado, 6 de agosto de 2011

¿Caminarás sobre las olas con Cristo o confiarás en tu propia seguridad?




La lucha de Cristo fue siempre en contra del triunfalismo a la que le empujaban viejas tradiciones y el empeño de sus contemporáneos, incluso de sus propios discípulos. El peligro estuvo patente el día en que los apóstoles se dieron a la tarea de distribuir los panes y los pescados que salían de las manos de Cristo para alimentar a las multitudes. Se sentían soñados. Cristo se podría haber coronado rey de las multitudes y ellos serían los más cercanos al trono. Por eso mismo Cristo los alejó inmediatamente de la multitud, los hizo subir a una barca y dirigirse a un lugar solitario, mientras él se detenía largas horas en la oración, para librarles de la tentación del populismo. En medio del lago, los apóstoles se sentían movidos por las olas y la tempestad. No eran hombres fácilmente espantadizos, pero en medio de la noche, aquella tormenta debe haber sido algo fuera de lo ordinario. Pero lo que más espantó a aquellos hombres, fue el contemplar a Cristo que plácidamente se acercaba a ellos caminando sobre el agua. Era algo inusitado en él. Parecía que iba a pasar de largo, y llegaron a considerarlo un fantasma, pues no reconocían en el al hombre que sudaba y se fatigaba con las largas jornadas en busca de los hombres, de sus necesidades, de sus problemas y de sus enfermedades, participando también de sus alegrías, de la fiesta de sus bodas, de su lucha apasionada por la justicia y el abuso del poder, en contra del cinismo de los fariseos y de los sumos sacerdotes. No les parecía el hombre de todos los días y aún no lo reconocían como el Hijo de Dios, por eso era necesaria aquella manifestación de Cristo, que se acercaba con una palabra que muchas gentes oyeron y que nuestros propios oídos y los del mundo quisieran oír el día de hoy: “Tranquilícense y no teman. Soy yo”. Es el Señor, es Jesus, es el Salvador de todos los hombres, es el que ha vencido a la muerte y que en esa ocasión venció también sobre las olas, sobre la oscuridad y sobre la tempestad en medio del mar, símbolo de las tinieblas, del mal y del demonio.
Cuando las olas de las economías más boyantes del mundo se tambalean, cuando la desocupación de los jóvenes y de los adultos hace su aparición entre ellos, cuando el fantasma del divorcio y de los matrimonios deshechos se hace más claro cada día, cuando las barreras generacionales entre padres e hijos se hace más grande entre ellos, es cuando tenemos que tener la intrepidez de Pedro que en medio del mar, quiso lanzarse hacia Cristo: “Señor, si eres tú, mándame ir a ti caminando sobre el agua”. No fue una fuerza impetuosa, irracional la de Pedro, sino la fuerza del amor y aunque momentáneamente estuvo a punto de hundirse, por su fe incompleta, la presencia y la cercanía de Cristo hizo que a su grito: “Sálvame, Señor” sólo extendiera sencillamente Cristo su mano, para volver a subirlo a la barca y continuar entonces la última etapa de la travesía, en un remanso de paz, como si las olas nunca hubieran estado presentes.
Las olas del mar embravecido de nuestro mundo pueden hacerse más intensas, la oscuridad parece que abarcará a todos los hombres y a todas las economías, pero será el momento de clarificar nuestra fe, de sentir la fuerza del Espíritu Santo para combatir y unir nuestros brazos a los que buscan el bien, la paz y la solidaridad entre todos los hombres, buscando un mundo que parezca un remanso de paz, anticipo de la nueva vida de los hijos de Dios en el Reino del Padre. No será el miedo lo que reúna a los cristianos, ni seremos cercados por un fantasma que se acerca a nosotros, será la esperanza la que nos congregue porque Cristo ha vencido sobre todos los fantasmas, todos los sistemas y todas las oscuridades, aún la peor de todas, la del pecado que aísla, debilita y nos aparta de los hombres de buena voluntad.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en alberami@prodigy.net.mx