lunes, 15 de agosto de 2011

DESDE ENTONCES, PEDRITO PARTE EL QUESO




























Hace muchos años, cuando muchos de mis lectores no habían nacido, en mi natal Guanajuato, estaba un día confesando una larga fila de niños de primera comunión cuando apareció un grupo de varios jóvenes que se notaban inquietos porque querían acercarse a mí y no podían por los niños. Los llamé y se identificaron, eran estudiantes de leyes de la Universidad, y como estaban en un rally querían hacerme una pregunta. Yo me persigné y me encomendé a Dios porque me imaginaba que me preguntarían sobre derecho romano en conexión con el derecho de la Iglesia u otras linduras, pero mi sorpresa fue grande, muy grande cuando me preguntaron: “Díganos, Padre, cuáles son los mandamientos de la Ley de Dios”. Me acuerdo que llamé a uno de los niños que esperaban confesarse y él les dijo entusiastamente cuáles eran los dichos mandamientos, a los flamantes estudiantes de leyes.
Siempre recuerdo con esto, que Jesús una vez se acercó a sus apóstoles con dos preguntas, en las que adivino a un Cristo muy humano. De hecho, siento que como somos tan grandes cada uno de nosotros, que nosotros mismos no somos capaces de conocernos en su totalidad, y si quisiéramos conocernos mejor, bastaría preguntarles a las gentes que nos conocen, que nos tratan, con las que convivimos, y ellas nos darían datos que a nosotros seguramente se nos habrán escapado. Sin embargo, no era precisamente esto lo que Cristo quería conocer, sino la comprensión de su misión y de su persona. En cuestión, estando fuera del territorio judío en Cesarea de Filipo, quizá en el camino les preguntó en primer lugar qué pensaban las gentes de él, ya que los apóstoles se mezclaban entre la gente y los oían. Por la respuesta, Cristo se dio cuenta que las gentes no habían entendido cabalmente su misión y lo consideraban uno más de la bola, uno de los profetas que de cuando en cuando aparecían en su tierra. Pero la inquietud de Cristo fue más allá y por eso se lanzó con una pregunta más directa: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Si los apóstoles hacía poco que lo habían reconocido como el Hijo de Dios cuando en una madrugada tormentosa en medio del lago de Galilea lo vieron acercarse a ellos caminando sobre las aguas, ahora el turno le tocaba a Pedro. Él no echó mano de sus escasos conocimientos aprendidos en su niñez allá en la sinagoga de Cafarnaúm, sino que dejó que el Espíritu Santo lo tocase y por eso su respuesta fue clara y contundente: “¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios!”.
Para Jesús fue un descanso oír a Pedro expresarse de esa manera, pues por fin podía situarse frente a sus apóstoles con su verdadera personalidad y con una misión que poco a poco irían entendiendo ellos. Y de tal manera complació a Cristo la respuesta de Pedro que en ese momento lo nombró para estar al frente de la Iglesia que fundaría para salvación de todos los hombres. Comienza por cambiarle el nombre y de Simón, desde entonces se llamaría Pedro que significa roca, pues se necesitaba algo inconmovible para soportar la salvación de los hombres en todas las épocas de la historia, y en seguida, le promete darle las llaves del Reino de los cielos, le promete su asistencia perpetua, que siempre será superior a cualquier poder del mal, porque desde entonces “todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo”. En la Iglesia siempre existirá el pecado, por eso Cristo, en el colmo de su amor, permite que Pedro y sus hermanos los Apóstoles y todos sus sucesores, gocen de la potestad de perdonar sus pecados a los hombres. De manera que tenemos una familia numerosa con una cabeza fuerte y sólida, que asegura la salvación para todos los hombres. Será la única Iglesia de Jesús a la que el Papa dará continuidad y asegurará que el mensaje de Salvación efectivamente llegue a todos los hombres. Son interesantes en ese sentido las primera palabras de Benedicto XVI en el balcón de la Basílica de San Pedro, porque en ellas se adivina que el único protagonismo será el de Cristo y no el del Papa que se declara simplemente servidor del único Rey y Señor de la historia, Cristo Jesús. Vivamos, pues con intensidad, nuestra pertenencia a la única Iglesia de Jesús.

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