jueves, 15 de septiembre de 2011

Un cuento para fiarse de los planes de Dios






Había una vez, sobre una colina en un bosque, tres árboles. Con el murmullo de sus hojas, movidas por el viento, se contaban sus ilusiones y sus sueños.

El primer árbol dijo: "Algún día yo espero ser un cofre, guardián de tesoros. Se me llenará de oro, plata y piedras preciosas. Estaré adornado con tallas complicadas y maravillosas, y todos apreciarán mi belleza".

El segundo árbol contestó: "Llegará un día en que yo seré un navío poderoso. Llevaré a reyes y reinas a través de las aguas y navegaré hasta los confines del mundo. Todos se sentirán seguros a bordo, confiados en la resistencia de mi casco".

Finalmente, el tercer árbol dijo: "Yo quiero crecer hasta ser el árbol más alto y derecho del bosque. La gente me verá sobre la colina, admirando la altura de mis ramas, y pensarán en el cielo y en Dios, y en lo cerca que estoy de Él. Seré el árbol más ilustre del mundo, y la gente siempre se acordará de mí".

Pasaron años hasta el día en que un grupo de leñadores se acercó a los árboles. Uno de ellos se fijó en el primer árbol y dijo: "Este parece un árbol de buena madera. Estoy seguro de que puedo venderlo a un carpintero". Y empezó a cortarlo. El árbol quedó contento, porque estaba seguro de que el carpintero haría con él un cofre para un tesoro.

Ante el segundo árbol, otro leñador dijo: "Este es un árbol resistente y fuerte. Seguro que puedo venderlo a los astilleros". El segundo árbol lo oyó satisfecho, porque estaba seguro de que así empezaba su camino para convertirse en un navío poderoso.

Cuando los leñadores se acercaron al tercer árbol, se asustó, porque sabía que, si lo cortaban, todos sus sueños se quedarían en nada. Un leñador dijo: "No necesito nada especial. Me llevaré este mismo". Y lo cortó.

Cuando el primer árbol fue llevado al carpintero, lo que hizo con él fue un comedero de animales. Lo pusieron en un establo y lo llenaron de heno. No era esto, desde luego, lo que él había soñado, y por lo que tanto había rezado. Con el segundo árbol se construyó una pequeña barca de pescadores. Todas sus ilusiones de ser un gran navío, portador de reyes, quedaron en eso. Al tercer árbol simplemente lo cortaron en tablones, que dejaron amontonados contra una pared.

Siguió pasando el tiempo, y los árboles llegaron a olvidar sus sueños. Pero un día un hombre y una mujer jóvenes llegaron al establo. Ella dio a luz, y colocaron al niño, envuelto en pañales, sobre el heno del pesebre hecho con la madera del primer árbol. El hombre hubiera querido construir una pequeña cuna para el niño, pero tuvo que contentarse con este pesebre. Viendo todo lo que allí sucedió, el árbol entendió que era parte de algo maravilloso, y que se le había concedido contener el mayor tesoro de todos los tiempos.

Años más tarde, varios hombres se subieron a la barca hecha con la madera del segundo árbol. Uno de ellos estaba cansado, y se durmió. Mientras cruzaban un lago, se levantó una tormenta fortísima y el árbol pensaba que no iba a resistir lo suficiente para salvar a aquellos hombres. Los otros, aterrorizados, despertaron al que estaba dormido. Él se levantó, y dijo al viento: "¡Cállate!", y la tormenta se apaciguó. Entonces el árbol se dio cuenta de que en la barca iba el Rey de reyes.

Finalmente, tiempo después, alguien se acercó a coger los tablones del tercer árbol. Unió dos en forma de cruz, y se los pusieron encima a un hombre ensangrentado, que los llevó por las calles mientras la gente lo insultaba. Cuando llegaron a una colina, sujetaron al hombre al madero, clavándole las manos y los pies, y lo levantaron en la cruz para que muriese en lo alto, a la vista de todos. Cuando llegó el siguiente Domingo, el árbol comprendió que finalmente había llegado a ser lo bastante fuerte y alto para destacar sobre la cumbre, tan cerca de Dios como era posible, porque el Hijo de Dios había sido crucificado en él. Ningún árbol ha sido nunca tan conocido y apreciado, ni ha elevado el pensamiento de tantos hacia Dios como el árbol de la Cruz (Anónimo inglés).

Dios, nuestro Padre lleno de amor, es el garante de nuestra vida, como dice el Salmista: "El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida: ¿qué podrá hacerme temblar?". Aun cuando parezca saltar por los aires todo lo que habíamos planeado, debemos estar seguros de que Dios tiene un plan mejor para nosotros. Si confiamos en Él y le dejamos meterse en nuestra vida, saldremos ganando siempre. Cada uno de los árboles del cuento acabó realizando sus anhelos más íntimos, pero de una manera mejor de lo que nunca alcanzó a soñar. No nos es posible siempre saber qué tiene preparado Dios para nosotros, pero debemos saber que sus planes no son los nuestros: son siempre mucho más sublimes.

viernes, 9 de septiembre de 2011

El perdón divino y nuestro propio perdón.




La parábola del día de hoy es la parábola de nuestra propia historia. Tú y yo hemos sido perdonados y liberados por el Señor, y esto lo renovamos cada vez que lo solicitamos y cada vez que reconocemos nuestros pecados pero,... sucede que tú y yo frecuentemente olvidamos en que también nosotros hemos de hacer lo mismo con el prójimo.
Cuando Dios perdona no es que se refiera del hombre como el que hizo tal o cual cosa, sino que se refiere del hombre como aquél con el cual, a pesar de todo, se puede hacer algo nuevo.
En este domingo en que el Señor nos ha querido ubicar en esa doble dimensión de nuestra vida, en relación al tema del perdón: todos lo recibimos y todos debemos ser capaces de ofrecerlo, quisiera compartirte una narrativa que nos puede ayudar a comprender la profundidad de la enseñanza cristiana.
Todos aquellos que aspiramos a obtener la compasión de Dios deberíamos practicar la compasión con el hermano, todos aquellos que anhelamos ser beneficiados por la misericordia divina debemos ser misericordiosos con el hermano, todos los que queramos ser perdonados por Dios debemos aprender a perdonar... Seamos consecuentes con nuestra fe y con aquello en lo que esperamos, practicando la caridad con el hermano.
Lo peor de todo será la pérdida del Reino de los Cielos y la cárcel eterna a la que quedaremos reducidos, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.
Al final de cuentas, somos tú y yo los que nos volvemos esclavos de nuestros propios resentimientos, ya que el rencor no suele dañar a aquél que se le tiene sino a aquél que lo tiene y lo quiere conservar.
Meditemos hoy los pasos necesarios para pedir perdón y perdonar.
Primero: la solicitud de perdón debe ser directa: de frente y sin rodeos
No mires al suelo cuando vayas a decir lo siento a tu hermano. Levanta la cabeza y mírale a los ojos, para que sepa que lo sientes sinceramente.
Y es verdad, los ojos no suelen mentir..., sobre todo sí se trata de la sinceridad y si dejamos que el otro vea que en nuestros ojos hay sinceridad.
Cuando uno le pide perdón a una persona no hay que estar haciendo otra cosa, ni leyendo, ni barriendo, ni enviando mensajes.
Segundo: Asumir la plena responsabilidad por nuestros yerros: Se trata de aprender a decir lo siento a la persona ofendida pero sin dar excusas para justificarse, ni autoprotegerse con pretextos. Ni el clima, ni mis problemas, ni una enfermedad, ni el cansancio, ni los muchos trabajos, ni la monotonía... nos dan derecho a ofendernos. ¡No te justifiques!
Cuando aceptamos la responsabilidad en nuestros propios actos alentamos a nuestros semejantes a asumir su parte de culpa y estamos abriendo la puerta del perdón mutuo.
Tercero: Tener la misma delicadeza para con los más cercanos:Una de las peores injusticias que se viven, sobre todo hacia el interior de la familia, es la de aquellos que actuamos con criterios dispares en perjuicio de aquellos que más nos quieren y con quienes deberíamos ser igual de atentos que con cualquier otra persona en la calle, la oficina, la escuela...
Muchos estamos convencidos de que a nuestros seres queridos no les debemos la misma cortesía que a nuestras amistades. Aprende a pedir perdón también a tu padre,... a tu hijo,... a tu esposo(a),... a tu hermano (a).
Cuarto: Cumplir con el propósito de enmienda no bastan las disculpas hay que manifestar arrepentimiento y la mejor forma de hacerlo es a través de un cambio de actitudes.
Quinto: Reconocer el esfuerzo del que pide perdón: Finalmente el que recibe la disculpa tiene un deber para con aquél que está solicitando el perdón. Como a la mayoría de las personas se nos dificulta ofrecer disculpas, el ofendido debe reconocer tal esfuerzo. ¡Ojalá que no fuéramos tan severos!

lunes, 5 de septiembre de 2011

¿Habrá cosa más difícil sobre la tierra que el perdón?




¿Habrá cosa más difícil sobre la tierra que el perdón? ¿Pero habrá algo más grande que nos llene de paz, de alegría, que nos haga crecer como personas y nos asemeje al Dios que se complace en el bien de los hombres? Con razón el Salmo 102 canta: “Como desde la tierra hasta el cielo, así es grande su misericordia: como un padre es compasivo con sus hijos, así es compasivo el Señor con quien lo ama”.
Pedro, buen judío al fin y al cabo, le preguntó a Jesús que si en el colmo de su generosidad podría contentarse con perdonar hasta siete veces, pero entonces Jesús nos manifestó que el perdón tiene que darse sin medida, sin taza, sin tarifa: “hasta setenta veces siete” y para que no quedara ninguna duda, nos regaló con una de sus parábolas en la que nos habla de la bondad sin límites de nuestro Padre Dios, (Mt 18. 21-35) con la única condición acuñada en el Padre nuestro: “perdona nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
Buenos hijos de nuestro tiempo, ya estamos fabricando imitaciones del perdón:
“El que la hace, la paga”, tiene que aprender para que no vuelva a hacerlo, y que se le castigue “con todo el rigor de la ley”, sin tomar en cuenta las circunstancias de la persona, ni su arrepentimiento. Lo importante es que se cumpla la ley.
“Olvido pero no perdono”, será como una herida que aparentemente ya cerró, pero por dentro queda el veneno, el pus que puede brotar en cualquier momento y con cualquier circunstancia, olvidando que el perdón no es un vago sentimentalismo, sino un acto expreso de la voluntad del hombre, y el móvil será siempre el amor para que sea auténtico perdón.
“Perdono pero no olvido”, por lo tanto, no lo vuelvas a hacer, no te me pongas por enfrente, la próxima vez no respondo y recuerda que yo tengo el recibo de lo que me hiciste y puedo presentártelo en el momento que yo quiera. Es colocar una espada sobre la cabeza del que nos ofendió.
“Te perdono para que veas que soy bueno” donde lo que importa es la propia tranquilidad, la autosatisfacción, que el verdadero perdón que al otro le daría la oportunidad de crecer y de colocarse junto a nosotros a la misma altura.
En contraste ya podemos así, preguntarnos cómo es el perdón de Dios sobre nosotros:
TOTAL, no a plazos, no con reticencias o con recovecos, como Cristo con los que lo clavaban en la cruz. Los perdono, y los disculpó: Perdónalos porque no saben lo que hacen.
INCONDICIONAL, sin condiciones ni antes ni después del perdón. Como el padre del hijo pródigo, que no da tiempo incluso para que el hijo le presente sus excusas.
Como una APUESTA, pues Dios no quiere recelar de sus hijos, sino confiar plenamente en ellos y en su reivindicación. Busca siempre el bien del hombre, y no su muerte.
HUMANIZADOR, pues Dios se ofrece totalmente, restituyendo al hombre la propia dignidad, restableciendo la buena armonía con los hombres y con la sociedad. El hombre no caminará más tiempo solo, Dios lo toma bajo su cuidado y su protección. ¡Que así sea desde ahora el perdón para nuestros hermanos, como el perdón de nuestro Padre Dios!
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en alberami@prodigy.net.mx