lunes, 15 de agosto de 2011

UNA MUJER JUEGA A LAS VENCIDAS CON CRISTO Y LO DERROTA.



Visto desde el espacio, nuestro planeta tierra no presenta ninguna división, con excepción quizá de la Muralla China pues fue creado para todos los hombres. Pero cuando desciendes y comienzas a mezclarte entre los hombres, te das cuenta de las divisiones absurdas que ellos se imponen: el color de la piel, el idioma, su situación económica y política, su sexo, imponiendo serias limitaciones a la mujer, y lo que es increíble, la propia religión es motivo de división. Hubo un pueblo muy religioso, pero tan religioso, que sentían a los demás como enemigos e incluso se atrevían a calificar a los que no pertenecían a su raza, como perros, una denominación demasiado dura tratándose de otros hombres. Sin embargo, su religión no era tan grande como para amar a todos los hombres. A ese pueblo, el hebreo, el judío, el israelita, perteneció Jesús. Y aunque compartía las tradiciones religiosas de su pueblo, sus costumbres ancestrales y su riquísima oración, no compartía definitivamente la idea de un pueblo superior a todos los otros pueblos con los cuales no compartirían los dones divinos y la preferencia que Dios les había mostrado. Esto le costó a Cristo muchos dolores de cabeza y la animadversión de la religión oficial o mejor de los dirigentes religiosos de su pueblo que se habían hecho odiosos, pues siendo representantes del templo, se habían convertido en terratenientes y los poseedores de toda la riqueza material del pueblo.
La ocasión de mostrar la universalidad de la salvación del Buen Padre Dios, ocurrió precisamente fuera del territorio de Israel, cerca de Tiro y Sidón. Una mujer, que era extranjera y para colmo cananea, o sea fenicia y por lo tanto pagana, se acercó con gran atrevimiento suyo para pedir la curación de su hija que estaba enferma. Sólo una mujer que sabe que está ante la única posibilidad de curación para su hija, gritaría como aquella mujer. Cristo callaba. Y más bien los apóstoles le hicieron notar su presencia a Jesús, y le pidieron que la atendiera, pues era denigrante para ellos llevar consigo una mujer detrás de ellos y gritando. Sin embargo, es a ellos, no a la mujer, a quienes Cristo les indica que él había sido enviado sólo a socorrer a los hijos descarriados de Israel. Pero la mujer no se arredró, como no se arredró María la Madre del Señor cuando pidió auxilio en las bodas de Caná para los jóvenes esposos en apuros.
Ni los apóstoles ni todos los demonios juntos que atormentaban a su hija, pudieron impedir que ella se acercara a Jesús y postrada pidiera nuevamente la salud para su hija. Jesús respondió entonces con una palabra que a nosotros nos parece durísima y que nos hace pensar que no es el mismo Cristo que estaba siempre atento a socorrer a las gentes: “No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perros”. Era un juego que se había iniciado entre Cristo y la mujer. Ella aceptó el reto, tomó la pelota y respondió firmemente: “Es cierto, Señor, pero los perros también comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Esto fue lo que desarmó a Cristo que se mostró cien por ciento partidario de la mujer, pues ella había mostrado su fe en su persona, en su poder, su perseverancia, su amor a toda costa y de paso les daba una gran lección a sus apóstoles y se deslindaba para siempre de los dirigentes religiosos de su pueblo que le impedían tratar a una mujer, extranjera y pagana, y complacerla en su petición, para mostrarse como el Salvador de todos los hombres: “¡Mujer, que grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”. Y en ese momento su hija quedó curada para siempre y ella se mostró como fiel seguidora de Cristo Jesús, seguidora suya en tierra de paganos.
Podemos decir que la cananea derrotó a Cristo con las armas que éste había ideado para vencer el corazón de nuestro Dios: Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá, si ella pudo, ¿Porqué nosotros no podremos vencer al corazón de nuestro Dios con un grande amor, con perseverancia y dejándole a él la última palabra?
Y si Cristo no lo hizo, que a nosotros no se nos ocurra considerar a otros que no tienen nuestra misma fe, como enemigos y adversarios. Somos hijos del único Dios, Padre de todos los hombres y hermanos del único Salvador, Cristo Jesús.


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