miércoles, 16 de septiembre de 2009

La alegría que curó a mi amiga Mariquita


Hace muchos años, en una ciudad cuyo nombre debo callarme, había una viejita que me estimaba mucho y mucho me ayudó a la reconstrucción de un templo que encontré muy maltratado. Llegó el día en que se enfermó y un día la visité llevándole al Santísimo Sacramento. No bien había acabado de administrarla y de dar gracias a Dios, cuando llegó un sacerdote que tenía fama de que curaba a las personas. Nos saludamos, y él comenzó su labor, sacó de su maleta un cabo de cirio pascual, su estola y poniéndose a la espalda de la enferma, le puso las manos encima de su cabeza y comenzó a soplarle. Ya no quise enterarme de más, y en silencio me retiré. Al día siguiente, volví a ver a mi amiga Mariquita y le dije muy solemne: “Hoy te voy a curar yo”. “¿Si?” me respondió, al mismo tiempo que levantaba su mirada con mucho interés. “Sí, así es, a ver, levántate y siéntate aquí” le pedí y ella se sentó en su sillita. “A ver, vamos a ver”, le anuncié y poniendo manos a la obra, puse las manos sobre su cabeza haciendo un hueco entre las manos, como lo había hecho mi hermano sacerdote el día anterior. Y comencé mi ritual, soplando también sobre ella, al mismo tiempo que le decía muy cerca de ella: “Sana, sana, colita de rana, si no sanas “ora”, sanarás mañana”. Y todavía no acababa yo mi ritual, cuando mi amiga Mariquita comenzó a reírse con verdaderas carcajadas, una risa que según me platicaron sus familiares, le duró por toda una semana. No paraba de carcajearse cada que se acordaba. Quizá no la curé físicamente, pero no cabe duda que le llevé un poco de alegría. Y eso me hace reconocer que la alegría no cuesta y en cambio hace mucho bien. Dicen que hace más ruido un árbol que cae que todo un bosque que crece, y hace más bien una sonrisa que muchas palabras de consuelo y de alivio. Una sonrisa no cuesta nada, y cuánto bien hace en el ambiente. Basta con un niño que sonría, para que toda la familia se paralice para contemplarlo. Y tenemos que hacer de nuestra vida una vida de alegría aún en medio de los dolores, sufrimientos y reveses que la vida nos va dando. Tenemos que hacer como Pablo VI, un hombre que duró muchos al frente de la Iglesia y que sustituyó a otro Papa, Juan XXIII que llegó a ser conocido como el Papa de la sonrisa. Pablo VI llegó a escribir un documento muy importante para toda la Iglesia, cuyo tema era precisamente la alegría. De este Papa les transmito un fragmento de su carta Apostólica:
“Sería también necesario un esfuerzo paciente para aprender a gustar simplemente las múltiples alegrías humanas que el Creador pone en nuestro camino: la alegría exultante de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales. Frecuentemente, ha sido a partir de éstas como Cristo ha anunciado el Reino de los cielos”.
El último renglón del Papa nos recuerda que Cristo hablaba de las cosas más profundas con los elementos más sencillos y qué más alegres que las flores del campo, el canto de los pájaros, los granitos de sal que hacen sabrosa la comida, la lamparita de aceite que ilumina por las noches la conversación familiar, la alegría contagiosa de los niños, el agua que sana y quita la sed.
TODOS QUEDAMOS COMO EMBAJADORES DE LA ALEGRÍA.
Pbro. Alberto Ramírez Mozqueda

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