Juan, que nosotros conocemos como el Bautista provenía de muy buena cuna, su padre era uno de los grandes sacerdotes del Templo de Jerusalén, y por lo tanto con una posición envidiable, desde la cuál le era perfectamente posible colocar al pequeño Juan como un miembro más de la casta sacerdotal, en la que ya no tendría que preocuparse de su situación social, política, religiosa y sobre todo económica. Podría ocuparse de los menesteres espirituales del templo, que para la situación que el guardaba, no le implicaría un gran esfuerzo, y sí una posición envidiable y una admiración absoluta de los sencillos y menesterosos. El templo de Jerusalén era la capital no sólo de la fe y la religión de Israel, sino la gran capital, el asiento de los poderes sociales y económicos de todo Israel.
Con una posición envidiable, se nos hace extraño encontrarnos con el Bautista en pleno desierto de Judea, vestido estrafalariamente, como un hippy de hoy, alimentándose de manera extraña y hablando de un Dios irritable, casi despiadado, con amenazas y más amenazas al que no escuchara su llamado. Y lo más interesante, en contraste, en pleno desierto, dejando la ciudad y el Templo de Jerusalén, dándoles la espalda, las gentes sencillas escuchaban fascinadas al Bautista, y conforme la costumbre, se dejaban bautizar por él y confesaban humildemente los pecados.
Pero los importantes de la nación y del Templo, los fariseos y los saduceos, no veían con buenos ojos una predicación de aquél novel profeta que se expresaba tan mal de lo que ellos pensaban era sus cimientos y su sustento. Fueron a verle, a ser bautizados también como el resto de las gentes, pero sin tener ganas de cambiar ni un ápice su vida y sus costumbres. ¡No lo hubieran hecho! Porque el Bautista les echó en cara su hipocresía, y de paso les dijo que no por pertenecer a una familia, a una raza e incluso a una fe ya con eso la tenían hecha, se necesitaba algo más, algo mucho más importante, la conversión de toda la persona, una vuelta en redondo a los planes de salvación del Señor, y luego, efectivamente cambiar lo que hubiera que cambiar ajustando no a Dios a sus propios planes, sino ajustando la propia manera de ser a los planes salvadores del Señor: “Raza de víboras, ¿quién les ha dicho que podrán escapar al castigo que les aguarda? Hagan ver con obras su conversión y no se hagan ilusiones pensando que tienen por padre a Abraham, porque yo les aseguro que hasta de estas piedras puede Dios sacar hijos de Abraham. Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no de fruto será cortado y arrojado al fuego”. ¡Qué mal les fue!
Para nosotros, aunque el mensaje del Bautista tenía muchas coincidencias con lo que Cristo presentaría en su oportunidad, no es precisamente lo que nosotros queremos escuchar del Dios en el que creemos, un Dios que tenía más visos de padrastro que de Padre. Sin embargo, lo que el Bautista nos recomienda hoy, si se parece por los cuatro costados al mensaje de Cristo Salvador: “Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos”. Es el mensaje del Bautista, pero es también el mensaje de Cristo e indudablemente es el mensaje de la Iglesia que también está necesitada de conversión, y que también necesita desprenderse de sus lastres, de sus atavismos y de sus miserias, para parecerse a Cristo su Señor, su Maestro y su Esposo. Como miembros de nuestra Iglesia, cada uno de nosotros, quedará invitado en este Adviento a volverse a Dios, a sus planes salvadores, a su amor, a su justicia, para poder hacer nosotros otro tanto, mostrándonos llenos de Justicia, la Justicia de Dios, pero llenos de su Amor, y poder presentarnos ante los hombres de buena voluntad, como hombres justos y que saben amar con el mismo amor de nuestro Padre Dios.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en alberami@prodigy.net.mx
Con una posición envidiable, se nos hace extraño encontrarnos con el Bautista en pleno desierto de Judea, vestido estrafalariamente, como un hippy de hoy, alimentándose de manera extraña y hablando de un Dios irritable, casi despiadado, con amenazas y más amenazas al que no escuchara su llamado. Y lo más interesante, en contraste, en pleno desierto, dejando la ciudad y el Templo de Jerusalén, dándoles la espalda, las gentes sencillas escuchaban fascinadas al Bautista, y conforme la costumbre, se dejaban bautizar por él y confesaban humildemente los pecados.
Pero los importantes de la nación y del Templo, los fariseos y los saduceos, no veían con buenos ojos una predicación de aquél novel profeta que se expresaba tan mal de lo que ellos pensaban era sus cimientos y su sustento. Fueron a verle, a ser bautizados también como el resto de las gentes, pero sin tener ganas de cambiar ni un ápice su vida y sus costumbres. ¡No lo hubieran hecho! Porque el Bautista les echó en cara su hipocresía, y de paso les dijo que no por pertenecer a una familia, a una raza e incluso a una fe ya con eso la tenían hecha, se necesitaba algo más, algo mucho más importante, la conversión de toda la persona, una vuelta en redondo a los planes de salvación del Señor, y luego, efectivamente cambiar lo que hubiera que cambiar ajustando no a Dios a sus propios planes, sino ajustando la propia manera de ser a los planes salvadores del Señor: “Raza de víboras, ¿quién les ha dicho que podrán escapar al castigo que les aguarda? Hagan ver con obras su conversión y no se hagan ilusiones pensando que tienen por padre a Abraham, porque yo les aseguro que hasta de estas piedras puede Dios sacar hijos de Abraham. Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no de fruto será cortado y arrojado al fuego”. ¡Qué mal les fue!
Para nosotros, aunque el mensaje del Bautista tenía muchas coincidencias con lo que Cristo presentaría en su oportunidad, no es precisamente lo que nosotros queremos escuchar del Dios en el que creemos, un Dios que tenía más visos de padrastro que de Padre. Sin embargo, lo que el Bautista nos recomienda hoy, si se parece por los cuatro costados al mensaje de Cristo Salvador: “Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos”. Es el mensaje del Bautista, pero es también el mensaje de Cristo e indudablemente es el mensaje de la Iglesia que también está necesitada de conversión, y que también necesita desprenderse de sus lastres, de sus atavismos y de sus miserias, para parecerse a Cristo su Señor, su Maestro y su Esposo. Como miembros de nuestra Iglesia, cada uno de nosotros, quedará invitado en este Adviento a volverse a Dios, a sus planes salvadores, a su amor, a su justicia, para poder hacer nosotros otro tanto, mostrándonos llenos de Justicia, la Justicia de Dios, pero llenos de su Amor, y poder presentarnos ante los hombres de buena voluntad, como hombres justos y que saben amar con el mismo amor de nuestro Padre Dios.
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