lunes, 6 de diciembre de 2010

Un Bautista atribulado que mereció la alabanza de Cristo.

Tres personajes nos toman de la mano para dejarnos delante de Cristo en esta Navidad: Isaías, Juan el Bautista y María, la Madre del Señor. Todos ellos van in crescendo dejándonos más cerca del Salvador.

Juan Bautista fue un hombre rudo, vigoroso, varonil, chapado a la antigua podríamos decir, era partidario de la mano dura frente a la salvación, hablando del hacha que ya está puesta para talar el árbol que no da fruto, y del agricultor que cuando ha cosechado, reúne su trigo y quema la paja, y habla acremente de los hombres que obran la injusticia y mantienen en el silencio, en la pobreza y en la ignorancia al grueso de la población. No dejaba títere con cabeza. Pero las gentes lo seguían, porque veían en él sinceridad, humildad, concordancia entre sus palabras y sus obras. Fue un hombre hecho y derecho, al grado que por su sinceridad y su entrega, encontró la muerte a manos del cruel rey Herodes confabulado con su amante, a los que el bautista había recriminado por la falsedad de su vida.

Estando el la cárcel, en espera de su muerte, el Bautista se consume en preguntas sobre la vida, la misión y la realidad de Cristo el Mesías a quien él había presentado a las gentes. Él esperaba un Mesías libertador, con poder y quizá con violencia, al grado que de él mismo esperaba su liberación de la prisión, pero no veía ninguna de esas características en el Jesús Cristo que deambulaba por los caminos de Galilea y de Judea. Como no podía responderse él solo esas cuestiones, decidió enviar como mensajeros a sus propios discípulos con una sola pregunta: ¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?

Cristo recibió a los embajadores, pero no les dio una lección de mesianismo, no los remitió a la Escritura Santa y a los profetas, simplemente les pidió que lo acompañaran por un tiempo para que vieran lo que él estaba realizando. Y lo que enviados vieron, fue todo amor, entrega, donación y compasión para todas las gentes. Vieron aquello que ya estaba anunciado ciertamente: “Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena nueva”. No veían ninguna hacha para arrancar a los hombres de la tierra, no veían ninguna tea incendiaria contra los malos y no vieron amenazas de muerte y chicotes y rigores contra los que obran la injusticia, aunque ciertamente quedaban advertidos de que Dios tiene sus predilectos que son los oprimidos, los pobres, los pecadores y que tarde o temprano se decidirá ciertamente la balanza sobre unos y otros y entonces se verá la bondad o la maldad de cada quién y triunfará la justicia de Dios juntamente con su misericordia.

Cristo se desprendió en muchas cosas de la predicación de Juan el Bautista, pero en lo que sí coincidió plenamente es en lo que el Bautista predicaba cuando estaba libre: “Conviertanse porque ya está cerca el reino de los cielos”.

Para nuestra vida, podemos tomar a San Juan Bautista como patrono en los momentos de incertidumbre, porque muchas veces no vemos que Dios se decida por nosotros y por nuestros problemas, por nuestra pobreza, por las injusticias que nos hieren y por la separación de unos y otros, y más bien nos exige que nos comprometamos en la lucha contra la pobreza, la injusticia y la maldad humanas, sabiendo que el Señor vendrá y triunfará con su amor y su cruz. El Bautista tuvo que asistir con dolor pero con entereza a su propia muerte, y el cristiano tendrá que hacer otro tanto, entregar su vida en bien de los demás, sabiendo que el Señor no se queda callado y sabrá decidirse por los suyos, por los que se le han entregado.

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