Este domingo María y José comparten la estelaridad y el protagonismo, en la espera de Cristo Jesús el Salvador. Y es emocionante lo que Dios tuvo que hacer, inaudito, increíble, de enviarnos como mensajero y heraldo nada menos que a su Hijo, concebido por obra de su Espíritu Santo y nacido de una mujer, a la que le fue propuesta, no impuesta, la maternidad. El Padre Creador de cuanto existe, tuvo la delicadeza de proponerle la maternidad de su Hijo a una criatura, a una mujer. Mayor delicadeza no podía tener el Padre para los humanos.
La maternidad se le confió a María, muchachita sencilla, pequeña, rancherita, pero de ninguna manera ingenua. El Hijo de Dios quedó como en el mejor hospedaje, en su propio seno. Y eso sugiere muchas preguntas. Lo supo María, pero ¿Sus padres? ¿Cuándo se los dijo? Y su esposo, ¿cómo se enteró de que su mujer, con la que ya estaba desposado estaba esperando un Hijo? No había trato entre los esposos, que aún no cohabitaban. Me imagino a José, un hombre fuerte, robusto, varonil, atractivo, apostado bajo una palmera para ver pasar orgulloso a su mujer camino a la fuente del pueblo. Sólo eran miradas. Ese día cuando el vientecillo soplaba con más insistencia, el vientre de María dejó ver la bendita redondez de la maternidad. La reacción de José fue la de cualquier hombre en esas circunstancias. Pero la Escritura dice que José era un hombre justo y bueno. Los ojos de María reflejaban tanta ternura y tanta limpieza que ni por un momento dudaría que algo extraño había ocurrido a su mujer. Quizá ella misma descorrió el velo del misterio, revelándole que su maternidad había sido pedida por Dios y que llevaba en su seno a una criatura misteriosa que estaba llamada a grandes cosas entre los hombres.
José entró en un profundo trance. No porque dudara en ningún momento de su mujer, imposible en ella, pero había cosas que él no podía responderse: ¿cuál sería su papel desde entonces? ¿cómo debería ser desde entonces el trato con su mujer? Precisamente porque era un hombre justo, se sintió pecador, indigno y su primera reacción fue retirarse. No tiene derecho a retener a María, su mujer porque Dios ha tomado posesión de ella. No puede figurar como padre de la criatura que es sólo de Dios. Ya que Dios ha hecho a su mujer objeto de su predilección, de su presencia y de su bendición, él ya no tendría nada que hacer y lo mejor sería retirarse en secreto. Y manos a la obra, toma un poco de ropa para el camino, alguno que otro instrumento de trabajo, los mete en un costal, y recargado en él, decide a descansar mientras se llega la aurora para marcharse. Pero en sueños, el ángel del Señor, confirma lo que él seguramente ya sabía, que la criatura que su esposa llevaba en su seno, era Hijo de Dios y había sido concebido por obra del Espíritu Santo. Y su papel sería entonces muy señalado, porque siendo de la estirpe de David, el Rey amado de su pueblo, él lo introduciría en ese linaje, y sería él precisamente el que pondría nombre a la criatura, llamándola Jesús, “Dios salva”, porque él salvaría a su pueblo de sus pecados. ¡Qué descanso fue para José tal revelación! ¡María, su esposa amada seguiría siendo su esposa, y él figuraría como el padre legítimo de aquella criatura, y se dispondría a darle todo su cariño y todo su amor, como si hubiera sido fruto de su propia entraña! Y apenas se levantó, José se dispuso a realizar lo prescrito en las bodas de su pueblo, a avisar a sus padres, a sus parientes, conseguir la música y con grandes muestras de alegría, hacer el traslado de su encantadora esposa hasta su propia casa. Así quedo resuelto el último escollo, y el Hijo de Dios apareció desde entonces pequeño, sencillo, naciendo entre los pobres, para ser patrimonio de todos los hombres, porque a todos ellos había sido enviado. Dios es grande en sus misterios, pero más cuando baja de los cielos, para hacer de nuestra tierra su morada, para que no lo busquemos más en el cielo, porque él ha ya tomado posesión de nuestra tierra, de nuestro mundo, de nuestro universo y quiere acercarse y ser el salvador de todos.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en alberami@prodigy.net.mx
La maternidad se le confió a María, muchachita sencilla, pequeña, rancherita, pero de ninguna manera ingenua. El Hijo de Dios quedó como en el mejor hospedaje, en su propio seno. Y eso sugiere muchas preguntas. Lo supo María, pero ¿Sus padres? ¿Cuándo se los dijo? Y su esposo, ¿cómo se enteró de que su mujer, con la que ya estaba desposado estaba esperando un Hijo? No había trato entre los esposos, que aún no cohabitaban. Me imagino a José, un hombre fuerte, robusto, varonil, atractivo, apostado bajo una palmera para ver pasar orgulloso a su mujer camino a la fuente del pueblo. Sólo eran miradas. Ese día cuando el vientecillo soplaba con más insistencia, el vientre de María dejó ver la bendita redondez de la maternidad. La reacción de José fue la de cualquier hombre en esas circunstancias. Pero la Escritura dice que José era un hombre justo y bueno. Los ojos de María reflejaban tanta ternura y tanta limpieza que ni por un momento dudaría que algo extraño había ocurrido a su mujer. Quizá ella misma descorrió el velo del misterio, revelándole que su maternidad había sido pedida por Dios y que llevaba en su seno a una criatura misteriosa que estaba llamada a grandes cosas entre los hombres.
José entró en un profundo trance. No porque dudara en ningún momento de su mujer, imposible en ella, pero había cosas que él no podía responderse: ¿cuál sería su papel desde entonces? ¿cómo debería ser desde entonces el trato con su mujer? Precisamente porque era un hombre justo, se sintió pecador, indigno y su primera reacción fue retirarse. No tiene derecho a retener a María, su mujer porque Dios ha tomado posesión de ella. No puede figurar como padre de la criatura que es sólo de Dios. Ya que Dios ha hecho a su mujer objeto de su predilección, de su presencia y de su bendición, él ya no tendría nada que hacer y lo mejor sería retirarse en secreto. Y manos a la obra, toma un poco de ropa para el camino, alguno que otro instrumento de trabajo, los mete en un costal, y recargado en él, decide a descansar mientras se llega la aurora para marcharse. Pero en sueños, el ángel del Señor, confirma lo que él seguramente ya sabía, que la criatura que su esposa llevaba en su seno, era Hijo de Dios y había sido concebido por obra del Espíritu Santo. Y su papel sería entonces muy señalado, porque siendo de la estirpe de David, el Rey amado de su pueblo, él lo introduciría en ese linaje, y sería él precisamente el que pondría nombre a la criatura, llamándola Jesús, “Dios salva”, porque él salvaría a su pueblo de sus pecados. ¡Qué descanso fue para José tal revelación! ¡María, su esposa amada seguiría siendo su esposa, y él figuraría como el padre legítimo de aquella criatura, y se dispondría a darle todo su cariño y todo su amor, como si hubiera sido fruto de su propia entraña! Y apenas se levantó, José se dispuso a realizar lo prescrito en las bodas de su pueblo, a avisar a sus padres, a sus parientes, conseguir la música y con grandes muestras de alegría, hacer el traslado de su encantadora esposa hasta su propia casa. Así quedo resuelto el último escollo, y el Hijo de Dios apareció desde entonces pequeño, sencillo, naciendo entre los pobres, para ser patrimonio de todos los hombres, porque a todos ellos había sido enviado. Dios es grande en sus misterios, pero más cuando baja de los cielos, para hacer de nuestra tierra su morada, para que no lo busquemos más en el cielo, porque él ha ya tomado posesión de nuestra tierra, de nuestro mundo, de nuestro universo y quiere acercarse y ser el salvador de todos.
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