La Epifanía del Señor, mejor conocida como la fiesta de los santos reyes, es una fiesta en donde todos pueden tomar parte, porque todos hemos sido niños y hemos participado de la alegría y la expectación de la llegada de los santos reyes, pero como adultos hoy tenemos la fiesta grande de los católicos, pues en este día Cristo se manifestó como salvador de todos los pueblos y de todas las naciones. Si queremos apurar el término, ya que estamos en época, dolorosa época de secuestros, este día es aquél en el que Cristo rompió el cerco, el secuestro en el que lo tenía sometido el pueblo hebreo. La Epifanía que quiere decir manifestación, es la fiesta por excelencia de los cristianos orientales, que celebran la apertura de Cristo como Salvador de todos los pueblos, y complementa la Navidad de los católicos occidentales que celebramos el hecho histórico de la venida de Cristo al mundo. Ambas fiestas se complementan y se explican la una a la otra.
La narración del Evangelista Mateo es maravillosa y está plagada de detalles que nos hacen vivir como si fuera hoy, la hazaña de los magos venidos de oriente a postrarse ante un recién nacido que no se diferenciaba absolutamente de ningún otro niño a no ser por la pobreza de su cuna y el lugar de su nacimiento. Esta es la fiesta de la gente emprendedora, de los que buscan cada día cosas nuevas, de los innovadores, de los que buscan la luz y las grandes conquistas. Este sería el día de los alpinistas, de los que exploran las grandes cavernas y de los que buscan en las profundidades de la materia, elementos para mejorar al ser humano. Ellos iban tras del fulgor de una estrella que los guiaba. Era la estrella de la fe, y hoy nuestra estrella es Cristo Jesús que guía y orienta a los hombres rumbo a la casa de todos los mortales. No sabemos su origen, sólo que su estrella se les perdió al llegar a Jerusalén, una ciudad muy grande para esa época. También a muchos hombres de las grandes ciudades se les pierde la estrella de Cristo entre tantas luces, entre tantos ruidos y entre tantas distracciones. Pero los magos no se desalentaron. Preguntaron por el rey de los judíos que acababa de nacer, pero la pregunta inquietó a toda Jerusalén, porque conociendo las pocas pulgas del cruel Herodes, celosísimo de su poder y de su imperio, temieron sus represalias. Entre preguntas y consultas, resultó que el lugar marcado sería Belén, distante apenas unos cuantos kilómetros de la capital. Por supuesto que ni el Rey Hedores ni los que tenían a mano las Escrituras Santas movieron un dedo ni un pie para dirigirse al lugar señalado e incluso el Rey instigó a los magos para que llegaran al lugar y le indicaran precisamente de sus condiciones para ir también él para ir a “adorarle”, pero con la supuesta intención de acabar con su vida. También hoy los poderosos y los que buscan prestigio y continuidad de su buena posición, no ven con buenos ojos que un recién nacido se ostente como salvador de los oprimidos, de los desheredados y de los que buscan una vida mejor para los suyos. Sería funesto, y habrá que dejar mejor las cosas como están. Los magos no detuvieron su marcha, y saliendo de Jerusalén, encontraron al divino Niño cerca de su Madre y de José su padre y su custodio sobre la tierra. Se postraron ante él y le ofrecieron sus dones, incienso, oro y mirra y regresándose por otro camino, se perdieron para siempre en la historia, en la leyenda y el mito, pero nos han dejado ahora con un gran regalo, el regalo del Padre, el regalo de su Hijo Jesucristo que trae consigo paz, alegría, generosidad y el gran don de la unidad de todos los hombres en la única Iglesia fundada y querida por él como barca de salvación para todos los hombres. Gocemos, entonces del don de vernos salvados y en camino de fraternidad y unidad para todos los humanos que buscan precisamente la paz, la armonía y el progreso de todos los pueblos, siendo señal del gran pueblo y de la gran familia que todos integraremos en la presencia del Buen Padre de todos los cielos y de todos los tiempos.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en alberami@prodigy.net.mx
Epifanía del Señor 011
El día en que Cristo rompió el secuestro del pueblo hebreo.
La Epifanía del Señor, mejor conocida como la fiesta de los santos reyes, es una fiesta en donde todos pueden tomar parte, porque todos hemos sido niños y hemos participado de la alegría y la expectación de la llegada de los santos reyes, pero como adultos hoy tenemos la fiesta grande de los católicos, pues en este día Cristo se manifestó como salvador de todos los pueblos y de todas las naciones. Si queremos apurar el término, ya que estamos en época, dolorosa época de secuestros, este día es aquél en el que Cristo rompió el cerco, el secuestro en el que lo tenía sometido el pueblo hebreo. La Epifanía que quiere decir manifestación, es la fiesta por excelencia de los cristianos orientales, que celebran la apertura de Cristo como Salvador de todos los pueblos, y complementa la Navidad de los católicos occidentales que celebramos el hecho histórico de la venida de Cristo al mundo. Ambas fiestas se complementan y se explican la una a la otra.
La narración del Evangelista Mateo es maravillosa y está plagada de detalles que nos hacen vivir como si fuera hoy, la hazaña de los magos venidos de oriente a postrarse ante un recién nacido que no se diferenciaba absolutamente de ningún otro niño a no ser por la pobreza de su cuna y el lugar de su nacimiento. Esta es la fiesta de la gente emprendedora, de los que buscan cada día cosas nuevas, de los innovadores, de los que buscan la luz y las grandes conquistas. Este sería el día de los alpinistas, de los que exploran las grandes cavernas y de los que buscan en las profundidades de la materia, elementos para mejorar al ser humano. Ellos iban tras del fulgor de una estrella que los guiaba. Era la estrella de la fe, y hoy nuestra estrella es Cristo Jesús que guía y orienta a los hombres rumbo a la casa de todos los mortales. No sabemos su origen, sólo que su estrella se les perdió al llegar a Jerusalén, una ciudad muy grande para esa época. También a muchos hombres de las grandes ciudades se les pierde la estrella de Cristo entre tantas luces, entre tantos ruidos y entre tantas distracciones. Pero los magos no se desalentaron. Preguntaron por el rey de los judíos que acababa de nacer, pero la pregunta inquietó a toda Jerusalén, porque conociendo las pocas pulgas del cruel Herodes, celosísimo de su poder y de su imperio, temieron sus represalias. Entre preguntas y consultas, resultó que el lugar marcado sería Belén, distante apenas unos cuantos kilómetros de la capital. Por supuesto que ni el Rey Hedores ni los que tenían a mano las Escrituras Santas movieron un dedo ni un pie para dirigirse al lugar señalado e incluso el Rey instigó a los magos para que llegaran al lugar y le indicaran precisamente de sus condiciones para ir también él para ir a “adorarle”, pero con la supuesta intención de acabar con su vida. También hoy los poderosos y los que buscan prestigio y continuidad de su buena posición, no ven con buenos ojos que un recién nacido se ostente como salvador de los oprimidos, de los desheredados y de los que buscan una vida mejor para los suyos. Sería funesto, y habrá que dejar mejor las cosas como están. Los magos no detuvieron su marcha, y saliendo de Jerusalén, encontraron al divino Niño cerca de su Madre y de José su padre y su custodio sobre la tierra. Se postraron ante él y le ofrecieron sus dones, incienso, oro y mirra y regresándose por otro camino, se perdieron para siempre en la historia, en la leyenda y el mito, pero nos han dejado ahora con un gran regalo, el regalo del Padre, el regalo de su Hijo Jesucristo que trae consigo paz, alegría, generosidad y el gran don de la unidad de todos los hombres en la única Iglesia fundada y querida por él como barca de salvación para todos los hombres. Gocemos, entonces del don de vernos salvados y en camino de fraternidad y unidad para todos los humanos que buscan precisamente la paz, la armonía y el progreso de todos los pueblos, siendo señal del gran pueblo y de la gran familia que todos integraremos en la presencia del Buen Padre de todos los cielos y de todos los tiempos.
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