
Cuando pide de beber a la mujer, ella se muestra reacia, renuente, pero Cristo va de tal manera llevando las cosas, que al final ella le pide el agua que Cristo ofrece y que es una agua límpida, cristalina, espiritual, que no se parece en nada al agua batida de aquel pozo donde bebían por igual los hombres y los animales. Cristo le habla de un agua que se convierte en el interior del hombre en un manantial de agua viva capaz de dar la vida eterna a quien se la pida. Las cosas llegaron a tanto, que aquella mujer, convencida de la veracidad de Cristo, cuando éste la invita a despojarse de su falsa modestia, ella, descubierta, en lugar de avergonzarse, va corriendo a anunciarle a su pueblo que por fin había encontrado a alguien que le hablara con la verdad y todo el pueblo en masa, vino a ver a Jesús, lo oyeron y le dijeron a la mujer que ya no creían por lo que ella les había dicho sino porque ahora ellos mismos habían encontrado a Jesús.
Hoy, para nosotros, en este desierto y en la aridez de nuestro mundo, sediento de verdad, de justicia y de amor, Cristo se sigue acercando a cada uno de nosotros y nos sigue invitando a socorrerle, “dame de beber” y desde lo alto de la cruz sigue apremiándonos: “Tengo sed”. Solo nosotros podremos socorrerle y así, dejaremos de considerar nuestro culto y nuestros sacramentos sólo como oportunidades para fiestas, para borracheras, para ostentación y despilfarro, convirtiéndonos en verdaderos adoradores del Padre “en espíritu y en verdad”, considerando a nuestra Iglesia el pozo donde podremos saciar nuestra sed de vida, de eternidad y de perdón.
El Papa en su mensaje para esta cuaresma, resume encantadoramente el mensaje: La petición de Jesús a la samaritana: «Dame de beber» (Jn 4, 7), que se lee en la liturgia del tercer domingo, expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro corazón el deseo del don del «agua que brota para vida eterna» (v. 14): es el don del Espíritu Santo, que hace de los cristianos «adoradores verdaderos» capaces de orar al Padre «en espíritu y en verdad» (v. 23). ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, «hasta que descanse en Dios», según las célebres palabras de san Agustín.
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