Pocos personajes son tan simpáticos, tan decididos y tan valientes como el ciego de nacimiento que Juan nos presenta en su cap. 9. Se trata de la ciudad de Jerusalén en los días en que ya los ánimos estaban caldeados y los fariseos intentaban a toda costa desaparecer a Jesús. Sintiendo que Jesús era la Luz del mundo, un día él vio pasar al ciego de nacimiento, y sin que el hombre se lo pidiera, se acercó a él, hizo un poco de lodo con su saliva, y frotando sus párpados le pidió que fuera a una piscina cercana para que se lavara. El ciego, acostumbrado a hacer lo que los demás le pedían, sin poder valerse por sí mismo, efectivamente fue a la piscina, se lavó y volvió con asombro ya curado para siempre, de su vista. Y ahí comenzó una serie de hechos que a otro menos templado lo habrían amedrentado y lo habrían hecho desistir de afirmar lo que Jesús hizo por él. Muchas veces a propios y extraños él tuvo que declarar “él me mandó, fui a la piscina, me lavé y comencé a ver”. Los mismos fariseos que se creían poseedores natos, legítimos y perpetuos de la religión judía, no podían admitir que Jesús hubiera curado a aquél hombre en día de sábado, sagrado para los judíos, o mejor para los fariseos. Pero ni ante ellos se amilanó, pues primero en serio y luego con mucha jocosidad declaró la verdad de los hechos. Había amenazas muy serias contra el que se decidiera a ser seguidor de Jesús. Y contrasta sobremanera la actitud valiente del que ya no era ciego, con sus padres que fueron llamados a declarar y lo único que pudieron decir fue que aquel hombre era su hijo, que había nacido ciego, pero que cómo hubiera podido adquirir la vista ellos ni les interesaba ni querían saber nada más. Pero el ciego fue creciendo en su conocimiento y en su aceptación de Jesús, porque al principio declaró “que aquél hombre” lo había curado, luego declaró “que era un profeta”. Y cuando ya los judíos lo habían declarado fuera de la sinagoga, expulsándolo de la comunidad, Cristo, como queriendo recompensar su valentía, se hizo nuevamente el encontradizo y lo interrogó: “crees tú en el Hijo de Dios”, y el hombre replicó con una gran sencillez: “¿y quién es para que yo crea en él?” a lo que Jesús le respondió: “Ya lo has visto, el que está hablando contigo, ése es”. Y vino un momento singular, pues por toda respuesta el hombre le dijo: “Creo, Señor” y a continuación se postró y lo adoró. Aquel hombre llegó a la madurez de la fe y confió en Cristo Jesús aunque eso le acarreara la salida de la sinagoga judía. Pero nosotros, hombres del siglo XXI es la hora del crecimiento en nuestra fe, es el momento de dejarnos pasar por listos creyendo que somos creyentes, cuando lo único que cumplimos son algunos de los mandamientos, pero nos quedamos muy lejos de lo que Cristo quiere, que nosotros seamos luz para los hombres con los que convivimos, con una vida de rectitud, de honradez, humildad y de servicio. Ha llegado el momento de dejarnos iluminar por Cristo llegando a la madurez de nuestra fe, diciendo en este día: “creo, Señor, pero aumenta mi fe”. Es bueno escuchar al Papa que nos dice: “El domingo del ciego de nacimiento presenta a Cristo como luz del mundo. El Evangelio nos interpela a cada uno de nosotros: « ¿Tú crees en el Hijo del hombre?». «Creo, Señor» (Jn 9, 35.38), afirma con alegría el ciego de nacimiento, dando voz a todo creyente. El milagro de la curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer en él a nuestro único Salvador. Él ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al hombre a vivir como «hijo de la luz».
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