Las películas del Oeste venidas de Hollywood de los años pasados nos tenían acostumbrados a que los rubios, conquistadores, aventureros y gambusinos, eran los “buenos” y a los indios les tocaba siempre el papel de perversos, vengativos, despiadados, en una palabra, ellos eran siempre los “malos”. Por eso cuando Cristo nos regala sus parábolas, tendremos que estar pendiente de a quién iban dirigidas. En esta ocasión el mensaje va dirigido directamente a los dirigentes religiosos del pueblo hebreo, a saber, los ancianos o senadores. Éstos eran grandes latifundistas, que se consideraban la aristocracia de toda Palestina y los sumos sacerdotes que ocupaban los más importantes escaños en el templo de Jerusalén del que obtenían pingues beneficios. Ellos juntamente con los fariseos, se consideraban los únicos “buenos” en Israel, capaces de hacer los rezos, los ritos, los diezmos, los ayunos mandados por la Ley de Moisés, como si la piedad pudiera medirse y pesarse por horas. Se consideraban a sí mismo como los paladines del cumplimiento de la Ley de Dios, pero sólo en un aspecto, pues el amor de Dios y la justicia, el amor al prójimo, la fraternidad y la solidaridad, no eran precisamente su fuerte, pues tenían muchos intereses económicos que defender. Y así se expresaban muy mal del pueblo, que no era capaz de una vida de “piedad” como ellos. Pero si así se expresaban del pueblo, lo hacían de una manera pérfida y despiadada de dos clases de personas a las que consideraban como la peor ralea de este mundo, como eran los recaudadores de hacienda para Roma, los “publicanos” y las prostitutas que por vender su cuerpo al mejor postor los consideraban como fuera del pueblo judío. Esas dos categorías de gentes eran “los malos” del pueblo hebreo. Pero a los ojos de Cristo, los papeles eran totalmente al revés, y así se los expresó, pues Juan Bautista les había hablado de la justicia, de la necesidad de un cambio de vida conforme a la voluntad de Dios y los escribas, saduceos y fariseos ni le hicieron caso, ni se arrepintieron y al final lo mataron, en cambio, el pueblo fiel, el pueblo creyente, sí le creyó al Bautista, se hicieron bautizar por él, cambiaron sus vidas, confesaron sus pecados y atrajeron la mirada del Dios Altísimo. Cristo les anunció entonces que los publicanos y las prostitutas ya se les habían adelantado en el camino del Reino de Dios.
Puestas así las cosas, ahora sí podremos entender la parábola de Cristo y sacar una conclusión para nuestra propia vida. Se trata de un padre de familia que invitó a sus hijos a trabajar en su viña y el primero le dijo: “Sí, cómo no, ahorita voy, no me tardo, es más allá espérame y ahí te caigo” pero no fue. En cambio el segundo refunfuñó en seguida y dijo: “Siempre me mandas a mí, ya búscate otro tarugo, ya déjame a mí en paz, que vaya mi hermano”, pero después pensando mejor las cosas, se decidió, tomó su azadón y se fue gustoso a trabajar en la viña de la familia.
Para nosotros, creo que también se impone un cambio en nuestras vidas de cristianos, pues no hay equilibrio entre nuestros actos de piedad y la justicia, el interés por los hermanos y la comunidad, la solidaridad con los más desprotegidos e incluso nuestra aportación al bien de la comunidad política y económica de nuestros países deja mucho que desear. Se impone un encuentro personal con el plan de salvación y de amor del Padre, sintiendo que Cristo aún a costa de su propia vida, mostró lo que es el ejemplo de los hijos. El Papa lo expresaba mejor que yo a los jóvenes en Madrid: “Permanecer en el amor de Dios significa entonces vivir arraigados en la fe, porque la fe no es la simple aceptación de unas verdades abstractas, sino una relación íntima con Cristo que nos lleva a abrir nuestro corazón a este misterio de amor y a vivir como personas que se saben amadas por Dios”.
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