Por segunda ocasión, la Iglesia nos invita a escuchar una de las parábolas más dramáticas de Cristo, ciertamente dirigida a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo de Israel, que consideraban que la salvación era un coto cerrado, disponible sólo para ellos, quizá para el pueblo hebreo, pero definitivamente cerrado para todos los demás pueblos y naciones. Sin embargo para nosotros la parábola adquiere un carácter universalista y lleva la esperanza alegre de nuestra propia salvación obrada por la entrega de Cristo Jesús.
Se trata del propietario que plantó una viña dotándola de la mejor cepa, de los mejores cuidados y con toda la seguridad del mundo y se marchó, dejando quién cuidara de aquella viña objeto de su amor y su cariño, como lo hacen los agricultores con sus terrenos y sus sembradíos. En el tiempo oportuno, mandó a sus criados a pedir parte de los frutos, lo que a él le correspondía en justicia, pero sus criados fueron maltratados y golpeados e incluso a algunos de ellos los mataron. Envió de nuevo otra embajada y lo mismo ocurrió, por lo que se decidió a enviar lo más valioso de sí, a su propio hijo, pensando que por lo menos a él sí lo respetarían. Pero ni eso detuvo a los desalmados viñadores, que pensando a toda costa quedarse con la propiedad de la viña, también mataron al heredero. Esto encendió el ánimo del propietario que mandó matar a los insensatos viñadores y dispuso que la viña se le diera a otro grupo de viñadores que pagaran a su tiempo los frutos de la viña. Los directores religiosos del pueblo entendieron la fuerza que llevaba la parábola, pues el tema era conocido para ellos, porque ya el profeta Isaías se expresaba de la misma forma, y así se percataban de que la herencia del pueblo hebreo, simbolizada en la viña, les sería arrebatada y ellos se quedarían fuera.
Para nosotros el mensaje es valiosísimo, nos muestra el entrañable amor del Padre para sus hijos, que nos ofrece lo mejor de sí mismo, que quiere quedarse pobre, enviándonos a su propio hijo, pensando que nosotros sí lo respetaríamos, pues lo dotó de todos los poderes para obrar nuestra propia salvación. El Padre lo empeñó todo, nos dio a su propio hijo, sin importar que nosotros fuéramos desalmados y dignos de castigo y de condenación, porque nos quiere, nos ama y desea vernos cerca de él. Pero siendo entonces nosotros los herederos, gozando del Hijo que fue rechazado por aquellas gentes, el Señor espera de nosotros frutos abundantes, una buena cosecha y que los que pertenecen a su pueblo, puedan vivir en la justicia y el derecho, disponiendo de tal manera las cosas, que podamos vivir en paz y en fraternidad. Tal parece que fuera lo contrario, pues la legislación de muchas naciones y hacia allá va la de nuestro propio país, va encaminada a matar a los herederos, o a dejar la puerta abierta para que la mujer, usando de un pretendido derecho a su propio cuerpo pueda matar cuando ella lo decida, al fruto que lleve en sus entrañas, considerándolo un intruso al que se le impide el derecho a vivir. Y como la legislación permite el aborto a los pequeños no deseados, también se considera de poca monta la vida de los hombres y así asistimos al triste espectáculo de una violencia en la que todos nos vemos inmiscuidos y los hombres se permiten el lujo, entonces, de atentar también contra la vida de los ancianos o desquiciados por la ciencia, porque ya no son útiles a la sociedad que sí usufructuó de la vida de esas gentes que llegaron a su culmen y que ya no pudieron dar más. Hoy, si hemos entendido el sentido de la parábola, todos tendremos que estar empeñados en defender la vida humana, la vida en todas sus fases aún aquella que está latente en el seno de las mujeres, pues tiene un carácter valioso y sagrado,sobre el cuál a nadie se le ha dado ningún poder.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en alberami@prodigy.net.mx
¡Queridos hermanos y hermanas!
El Evangelio de este domingo se cierra con una amonestación de Jesús, particularmente severa, dirigida a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos del Pueblo: “Por eso os digo: Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos” (Mt 21,43). Son palabras que hacen pensar en la gran responsabilidad de quien en cada época, está llamado a trabajar en la viña del Señor, especialmente con función de autoridad, e impulsan a renovar la plena fidelidad a Cristo. Él es “la piedra que los constructores desecharon”, (cf. Mt 21,42), porque lo han juzgado enemigo de la ley y peligroso para el orden público, pero Él mismo, rechazado y crucificado, ha resucitado, convirtiéndose en la “piedra angular” en la que se pueden apoyar con absoluta seguridad los fundamentos de cada existencia humana y del mundo entero. De esta verdad habla la parábola de los viñadores infieles, a los cuales un hombre había confiado su propia viña para que la cultivaran y recogieran los frutos. El propietario de la viña representa a Dios mismo, mientras la viña simboliza a su pueblo, así como la vida que Él nos dona para que, con su gracia y nuestro compromiso, hagamos el bien. San Agustín comenta que “Dios nos cultiva como un campo para hacernos mejores” (Sermo 87, 1, 2: PL 38, 531). Dios tiene un proyecto para sus amigos, pero por desgracia la respuesta del hombre se orienta muy a menudo a la infidelidad, que se traduce en rechazo. El orgullo y el egoísmo impiden reconocer y acoger incluso el don más valioso de Dios: su Hijo unigénito. Cuando, de hecho, “les envió a su hijo –escribe el evangelista Mateo- … [los labradores] agarrándole, le echaron fuera de la viña y le mataron” (Mt 21,37.39). Dios se pone en nuestras manos, acepta hacerse misterio insondable de debilidad y manifiesta su omnipotencia en la fidelidad a un designio de amor, que al final prevé también la justa punición para los malvados. (cf. Mt 21,41).
Firmemente anclados en la fe en la piedra angular que es Cristo, permanezcamos en Él como el sarmiento que no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid. Solamente en Él, por Él y con Él se edifica la Iglesia, pueblo de la nueva Alianza. Al respecto escribió el Siervo de Dios Pablo VI: “El primer fruto de la conciencia profundizada de la Iglesia sobre sí misma es el renovado descubrimiento de su vital relación con Cristo. Cosa conocidísima, pero fundamental, indispensable y nunca bastante sabida, meditada y exaltada”. (Enc. Ecclesiam suam, 6 agosto 1964: AAS 56 [1964], 622).
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