Hoy Cristo nos regala con una de sus parábolas que levantaron ámpulas en muchos de los oyentes, principalmente en los legalistas fariseos y entre los que pensaban que el Reino de los cielos sería como un coto cerrado, donde los únicos con derecho a entrar eran los judíos. Cristo les mostrará una manera totalmente distinta de ver al Dios que ellos imaginaban lejano y ausente de las cosas de los hombres.
Se trata de un hombre que bajo contrato llamó a varios jornaleros a trabajar en su viña. Como el trabajo era mucho, a media mañana y al mediodía e incluso a media tarde fue a llamar a más jornaleros. Pero lo sorprendente fue que ya al atardecer, cuando casi volvían a descansar los que habían sido contratados, salió nuevamente el patrón, y al ver gente desocupada, también los llamó a trabajar en su viña. Pero más sorprendente fue que al comenzar a pagar a los empleados, comenzó por los que habían llegado al último y terminó con los primeros, pagándoles a todos la misma cantidad. Esto encendió el resentimiento de los contratados que fueron a reclamarle al patrón, pues según ellos, habían soportado el peso del día y del calor. Y se encontraron con una respuesta desconcertante, pues el patrón les hizo saber que no había habido ninguna injusticia, pues ellos habían quedado contratos exactamente en un denario, y de paso les dijo que no tendrían que tener rencor contra los últimos, porque al fin y al cabo él era bueno y podía hacer de lo suyo lo que él quisiera.
En la vida del cristiano, queremos hacer como los jornaleros contratados que pensaban sólo en la justicia, pero no se les ocurría que la bondad del patrón iba mucho más allá, permitiendo que nadie se quedara sin llevar el pan para sus hijos por la ruindad de su corazón. Dios quiere la salvación para todos los hombres y no solo para una clase de hombres, y distribuye sus dones esperando que fructifiquen con la actividad del hombre.
Podríamos pensar en una mujer que se mostró terriblemente desconcertada, pues ella había renunciado al matrimonio para dedicarse de lleno a cuidar a su madre enferma. Los hermanos la fueron dejando poco a poco sola y ella tuvo que cargar con su madre, diabética primero, dializada más tarde e inconsciente los últimos años, dándose tiempo para asistir puntualmente a la misa y para hacer la caridad a los que tocaban a su puerta, pero que se mostró terriblemente enojada, pues su vecino que le había dado vuelo a la hilacha, en fiestas, en borracheras, en una vida licenciosa, en un solo mes de cama, con sacerdote que lo atendió de última hora, se despidió sencillamente de este mundo.
Así queremos pasarle factura a Dios pensando que nuestras obras y no la bondad y la misericordia de Dios serán las que nos den la salvación. Y no caemos en la cuenta de que a punta de actos piadosos en los que a veces está ausente nuestro corazón, no pagamos lo justo a los que dependen de nosotros, nos tomamos nuestras libertades a la hora de estar con la novia, o salimos de casa buscando el placer, sobornamos a las autoridades para no pagar los impuestos, y tras de todo le exigimos a Dios que nos tome en cuenta nuestra supuesta piedad.
Bien haremos entonces en agradecer anticipadamente al Señor su bondad y su grandísima misericordia, que ha pensado en nosotros para obrar su salvación, oyendo al inspirado profeta Isaías: “Busquen al Señor mientras lo pueden encontrar, invóquenlo mientras está cerca, que el malvado abandone su camino, el criminal sus planes: que regrese al Señor, y él tendrá piedad; a nuestro Dios que es rico en perdón”.
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