jueves, 7 de octubre de 2010

A río pasado, santo olvidado

Es muy común y natural que ante un peligro que nos acecha, nos de por bajar a todos los santos de la corte celestial, pero no es tan común que una vez pasado el peligro, la operación quirúrgica, o habiendo conseguido el empleo, o habiendo recobrado el amor perdido no volvamos a acercarnos a aquellos a los que considerábamos aliados antes de nuestra aventura. Por eso es importante la narración que San Lucas nos hace para que nosotros sepamos aquilatar en lo que vale, la gratitud, el agradecimiento, por las cosas pequeñas de las que está llena la aventura de nuestra vida y hagamos el mundo más hermoso sabiendo tomar las cosas que se nos ofrecen no con las manos sino con el corazón.

Se trata de 10 enfermos de lepra, una enfermedad que inspiraba terror en las gentes y que además en el pueblo hebreo se consideraba como una maldición divina, de manera que los leprosos eran echados fuera de la comunidad de los hombres y de su sinagoga y su religión. Ellos no podían acercarse de ninguna manera a la gente sana, y eran condenados a su triste suerte. Pero hombres al fin al cabo, a los diez leprosos les llegaron noticias de que Cristo curaba a los enfermos, y llenos de esperanza, se situaron a la vuelta del camino, cerca de un poblado por el que Cristo tenía que pasar, y sorprendiéndolo, aunque sin acercarse, le gritaron con todas sus fuerzas: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Contrariamente a lo que ocurría otras veces con Cristo, no los tocó ni se acerco a ellos, pero viendo que tenían fe suficiente, los envió a los sacerdotes de su pueblo para que testificaran que ya habían sido curados y que podían reintegrarse a sus comunidades y a sus familias. Lo sorprendente es que yendo de camino se descubrieron curados unos a otros, con gran contento de sus corazones. A mí me viene la sospecha de que algunos de ellos sugirieron: “olvídense de los sacerdotes, vamos a festejar, vamos echarnos unas cuántas “cheves” , a lo mejor bailamos un poco, y luego ya veremos”. Algunos otros, fieles a sus leyes y a sus costumbres se presentarían efectivamente a los sacerdotes, y sólo uno, presa de una gran alegría, regresó ante Jesús, para darle cumplidamente las gracias. Hay que decir aquí que los judíos y los samaritanos tenían pleito casado por cuestiones de fe, de culto y de etnia. De manera que una manera de ofender a un judío era decirle que era un samaritano. Así quisieron ofender a Cristo en una ocasión.

Pues la verdad, cuando Cristo ve que sólo el samaritano volvió para agradecerle la curación, deja escapar los sentimientos que eso le causó como hombre. Sintió en carne propia la ingratitud de los hombres, manifestada en tres preguntas: “¿qué no eran diez los que quedaron curados? ¿dónde están los otros nueve? ¿no ha habido nadie, fuera de este extranjero que volviera para dar gloria a Dios?”. La conclusión fue que Cristo levantó al samaritano, le estrechó sobre su pecho, y lo mandó curado interiormente: “Vete, tu fe te ha salvado”. Aquél hombre no fue curado sólo en su epidermis, recibió una curación interior que los otros no tuvieron porque pensaron que su curación se debía simplemente a que eran judíos, la raza elegida y que no tenían nada que agradecer.

Al llegar a este mundo tenemos que situarnos ante Cristo y ante Dios para agradecer las cosas bellas y pequeñas que coloca a nuestro lado cada día, y educar a nuestro corazón y de paso a nuestros niños para agradecer los gestos de las personas que conviven con nosotros y que nos sirven constantemente, para hacer nuestro mundo más bello, nuestra convivencia más armónica y nuestra relación con Dios más fructífera. ¡Gracias, Señor, por el don de la vida!



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