jueves, 7 de octubre de 2010

La gratitud, memoria del corazón.

La palabra de Dios nos hablará de la lepra, una de las enfermedades que se conocen desde hace muchísimo tiempo. Los médicos nos señalan algunas de sus características: no es hereditaria; aunque sí es transmisible. Se conoce por lesiones en la piel, en el sistema nervioso y en las vísceras. Los leprosos pierden la sensibilidad; aparecen manchas, seguidas de ulceración y hasta de gangrena, localizada casi siempre en las extremidades.
En tiempo de Moisés se le consideraba contagiosa y prácticamente incurable. Pensaban que era un castigo de Dios; esta enfermedad hacía el hombre “impuro”; es decir, incapaz de presentarse ante el altar del Señor.
La razón de estas leyes, que ahora nos parecen excesivamente rigurosas, es porque se temía el contagio y había que preservar a la comunidad. El sacerdote era el encargado de decidir si había o no verdadera lepra. Hoy se sabe que no es tan contagiosa y, si se llega a detectar en sus inicios, es curable. Se consideraba necesario aislar a los leprosos en “leprosarios”. Hoy se desaconseja este sistema.
En el lenguaje eclesiástico la lepra es el símbolo del pecado: lo que es la lepra para el cuerpo es el pecado para el alma, sobre todo cuando se trata del pecado que no ha sido perdonado.
Nos resulta extraño que hubiera hasta diez leprosos reunidos. Podemos imaginar que alguno se apartó del pueblo donde vivía y se refugió en algún bosquecillo cerca de la población, a donde sus familiares le llevaban algo de comida. La dejaban en el camino y él la recogía, se fueron juntando hasta llegar a diez. El último que llegó les informó había un hombre, Jesús de Nazareth, que curaba enfermedades. Esta información despertó en ellos la esperanza. ¡Si algún día pudieran encontrarse con él! Pero les parecía imposible.
Aquel día, vieron que pasaba una caravana por el camino. No era una caravana de mercaderes, porque no traían mercancía cargada por animales; tampoco eran peregrinos porque ordinariamente los hombres marchaban separados de las mujeres, y, además, no se oían los cantos acostumbrados. ¿Qué podría ser aquel conjunto de personas? Entre todos destacaba la figura de un hombre que caminaba hablando en voz alta. Quizás por pura intuición se dieron cuenta que era Jesús de Nazaret. La oportunidad que esperaban estaba a su alcance. No se podían acercar al grupo; por eso “Se pararon a lo lejos y a gritos le decían: Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”.
Podemos imaginar que el grupo quedó petrificado. Se dieron cuenta que se trataba de leprosos. Si se acercaban estaban expuestos al contagio.
“Jesús les dijo: Vallan a presentarse a los sacerdotes”. Presentarse ante los sacerdotes era ir por el certificado de salud, porque, como dijimos antes, el sacerdote era quien decidía si había o no lepra.
“Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano”. Los judíos y los samaritanos no se dirigían la palabra. En el grupo de los diez leprosos esta antipatía se había quebrantado. La enfermedad los había unido a todos. El mismo sufrimiento había producido entre ellos la solidaridad.
“Jesús dijo: ¿No han quedado limpios diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios? Y le dijo: Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.
Estas preguntas que hace Jesús Aparentemente tienen un tono de reproche. ¿Cómo que Jesús está incomodo? En muchos de sus milagros recomendaba que no lo dijeran a nadie. Por otra parte, son preguntas que quedan sin respuesta. Los que lo acompañaban no podían responderlas; el samaritano que estaba postrando, tampoco. Quizás nosotros podríamos dar una respuesta: aquellos leprosos, una vez que se sintieron limpios de la lepra y obtuvieron el certificado de salud lo que deseaban era regresar a sus casas, con su familias, y se olvidaron de Jesús. Jesús quería hacer resaltar la gratitud de aquel samaritano para dejar en su Evangelio una estupenda enseñanza.
A Dios se le debe dar gracias siempre y en todas partes. ¡Qué lastima que aquéllos que nunca agradecimos las bendiciones recibidas, le reclamemos la ausencia de aquello a lo que nos acostumbramos y que no fuimos capaces de agradecer!
La ingratitud suele ser una expresión de la incredulidad. Cuando nos falta la fe sobreviene la negación de Dios como fuente de todos los bines. El hombre de poca fe da pocas gracias; Normalmente quien no es agradecido con Dios tampoco lo es con sus semejantes.
El samaritano que fue a dar gracias a Jesús se llevó un don más alto, todavía mayor que la sola curación del cuerpo: la salvación de su vida.
Los nueve leprosos desagradecidos se quedaron sin la mayor parte que les había reservado el Señor. “Pues el que se experimenta fiel en lo poco, se le confiará mucho más”.
Los humanos somos orgullosos por naturaleza. No queremos deberle nada a nadie. Y, sin embargo, Dios nos puso en la vida para que nos sirvamos unos a otros. Cuando alguno hace un servicio a otra persona, espontáneamente espera que se lo agradezca; si no lo hace, se siente frustrado y queda inclinado a no volver a hacer ningún favor a nadie. Por el contrario, cuando se lo agradecen siente la inclinación a volver a hacer favores. Precisamente esta es la enseñanza que nos quiere dar Jesús: que seamos agradecidos unos a otros, para que sigan circulando los servicios desinteresados, para que sigua circulando el amor.
Tú y yo deberíamos sentirnos avergonzados de no valorar lo que tenemos, o de no agradecerlo. ¡Ojalá que, antes de pensar en lo que no tienes, pienses un poco en lo que sí tienes!... y que no agradeces.

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