¿No te ha pasado que procupado por tu propio bienestar y por tu futuro, de pronto, en la esquina de tu casa, te encuentras con alguien mal vestido, aunque no te pida nada, no has lanzado la acusación de que quizá es un drogadicto, o alcohólico, o quizá un ladrón, o quizá alguien que está sufriendo una terrible enfermedad que ha sido causada por su estilo de vida, o que ha sido tan flojo que no merece nuestra consideración? En fin, lanzamos la mirada y el juicio, pero no reparamos en su propia mirada en la que nos encontraríamos con una persona que sufre y que se angustia no precisamente por su propia condición, sino por la condición a la que lo ha reducido nuestra sociedad.
Pues si así has pensado, vale la pena detenerte en una parábola mencionada exclusivamente por San Lucas en su cap. 16. Se trata de dos hombres, descritos como sólo Cristo sabe hacerlo, el uno, llamado Lázaro, pobre de remate, “de solemnidad”, como decían antes, hambriento, flaco, llagado y sentado sin ser visto, a la puerta de un rico. El segundo personaje, acomodado, acaudalado, y derrochador que a diferencia de los personajes de este mundo que siempre son noticia, que aparecen en los diarios y en la televisión, ni siquiera tiene nombre. Esa es la primera escena, una descripción de los personajes. La segunda escena, dramática, nos presenta a los mismos personajes en el otro mundo. De Lázaro se dice que fue llevado al seno de Abraham, lo cuál equivale al cielo, y del rico que nombraremos Epulón, banqueteador, simplemente se dice que “fue enterrado” y nada más. Hay un momento en que el rico ya condenado, pidió la intercesión de Lázaro, al que llamó por su nombre, para que fuera y mojara con una sola gota de agua su lengua porque no aguantaba los tormentos y la respuesta fue que definitivamente eso no era posible, porque Lázaro ahora gozaba porque había recibido males, y en cambio él que había recibido bienes, ahora sufría tormentos.
Cuando acabamos de escuchar la parábola, inmediatamente hace uno conclusiones: los que sufren y se angustian, cambiarán su situación y entonces gozarán, en cambio, el que todo lo tiene, después tendrá que sufrir castigo. Pero tenemos que ser muy cautos, y habrá que decir que la parábola no es una descripción de lo que será la otra vida, ni es una promesa a los pobres de un final feliz por lo que sufrieron, y tampoco es una invitación a su resignación en beneficio del status quo de los ricos. Ni podemos pensar que el mensaje de Cristo es un reproche y un cerrar la puerta a los ricos simplemente por tener dinero, sino UNA LLAMADA URGENTE A TODOS ELLOS, pues definitivamente ser rico es ser ciego, no tener la mirada suficiente para darse cuenta de las necesidades de los que viven alrededor, es sencillamente negarse a amar, a considerar a los demás como seres humanos, y finalmente hacerse sordos a la llamada de Dios a la confianza en él y no en los bienes materiales. Hoy es dificilísimo saber hasta dónde una persona es rica o no lo es, y eso no importaría tanto, pues es legítimo poseer, y esto dicho para las nuevas generaciones, para los jóvenes que tratan de abrirse paso en la vida, lo condenable es el desear siempre más y más, lo mejor de lo mejor, y nunca saciarse, hasta caer en la condena de lo que Amós llama la “orgía de los disolutos”, pensar que la vida es una orgía de olores, de sonidos, y sensualidades aunque para conseguirlo tengan que explotar a los demás. La invitación de Cristo es sencillamente al amor y a crear condiciones de vida que permitan que esas situaciones de injusticia que estamos viviendo, den lugar a una situación mejor. Pero a riesgo de traspasar el espacio permitido, podemos escuchar la advertencia de los obispos mexicanos: “una sociedad que está marcada por la desigualdad no puede crecer con armonía. Allí donde imperan la miseria y la desigualdad, crecerá siempre el rencor y la tentación de caminos equivocados para el desarrollo personal y social. Es allí donde el crimen organizado puede encontrar mucho más fácilmente manos desesperadas dispuestas para la violencia. Es allí donde la manipulación política y hasta religiosa pasa por encima de la dignidad de las personas para ganar adeptos. Es allí donde se pueden generar estallidos sociales”. Amar a todos, a los más necesitados, es el grito de Cristo para los cristianos de hoy.
Pues si así has pensado, vale la pena detenerte en una parábola mencionada exclusivamente por San Lucas en su cap. 16. Se trata de dos hombres, descritos como sólo Cristo sabe hacerlo, el uno, llamado Lázaro, pobre de remate, “de solemnidad”, como decían antes, hambriento, flaco, llagado y sentado sin ser visto, a la puerta de un rico. El segundo personaje, acomodado, acaudalado, y derrochador que a diferencia de los personajes de este mundo que siempre son noticia, que aparecen en los diarios y en la televisión, ni siquiera tiene nombre. Esa es la primera escena, una descripción de los personajes. La segunda escena, dramática, nos presenta a los mismos personajes en el otro mundo. De Lázaro se dice que fue llevado al seno de Abraham, lo cuál equivale al cielo, y del rico que nombraremos Epulón, banqueteador, simplemente se dice que “fue enterrado” y nada más. Hay un momento en que el rico ya condenado, pidió la intercesión de Lázaro, al que llamó por su nombre, para que fuera y mojara con una sola gota de agua su lengua porque no aguantaba los tormentos y la respuesta fue que definitivamente eso no era posible, porque Lázaro ahora gozaba porque había recibido males, y en cambio él que había recibido bienes, ahora sufría tormentos.
Cuando acabamos de escuchar la parábola, inmediatamente hace uno conclusiones: los que sufren y se angustian, cambiarán su situación y entonces gozarán, en cambio, el que todo lo tiene, después tendrá que sufrir castigo. Pero tenemos que ser muy cautos, y habrá que decir que la parábola no es una descripción de lo que será la otra vida, ni es una promesa a los pobres de un final feliz por lo que sufrieron, y tampoco es una invitación a su resignación en beneficio del status quo de los ricos. Ni podemos pensar que el mensaje de Cristo es un reproche y un cerrar la puerta a los ricos simplemente por tener dinero, sino UNA LLAMADA URGENTE A TODOS ELLOS, pues definitivamente ser rico es ser ciego, no tener la mirada suficiente para darse cuenta de las necesidades de los que viven alrededor, es sencillamente negarse a amar, a considerar a los demás como seres humanos, y finalmente hacerse sordos a la llamada de Dios a la confianza en él y no en los bienes materiales. Hoy es dificilísimo saber hasta dónde una persona es rica o no lo es, y eso no importaría tanto, pues es legítimo poseer, y esto dicho para las nuevas generaciones, para los jóvenes que tratan de abrirse paso en la vida, lo condenable es el desear siempre más y más, lo mejor de lo mejor, y nunca saciarse, hasta caer en la condena de lo que Amós llama la “orgía de los disolutos”, pensar que la vida es una orgía de olores, de sonidos, y sensualidades aunque para conseguirlo tengan que explotar a los demás. La invitación de Cristo es sencillamente al amor y a crear condiciones de vida que permitan que esas situaciones de injusticia que estamos viviendo, den lugar a una situación mejor. Pero a riesgo de traspasar el espacio permitido, podemos escuchar la advertencia de los obispos mexicanos: “una sociedad que está marcada por la desigualdad no puede crecer con armonía. Allí donde imperan la miseria y la desigualdad, crecerá siempre el rencor y la tentación de caminos equivocados para el desarrollo personal y social. Es allí donde el crimen organizado puede encontrar mucho más fácilmente manos desesperadas dispuestas para la violencia. Es allí donde la manipulación política y hasta religiosa pasa por encima de la dignidad de las personas para ganar adeptos. Es allí donde se pueden generar estallidos sociales”. Amar a todos, a los más necesitados, es el grito de Cristo para los cristianos de hoy.
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