En una ocasión, recién llegado a una parroquia, cansado y agobiado quizá por mis propios pecados, corrí de rodillas al Sagrario, buscando una luz, un consuelo, algo. Y mi sorpresa fue mayúscula cuando debajo del altar que tenía frente a mí, estaban inscritas las palabras de Jesús: “Éste recibe a los pecadores y come con ellos”. Fue para mí la luz que yo necesitaba y la fortaleza para seguir intentando ser fiel a mi vocación sacerdotal. ¡Qué consuelo sentí al descubrir a un Dios que no es insensible, sin entrañas, impasible, sino un Dios que tiene a flor de piel el perdón y que perdona infinitamente porque su amor para con nosotros es infinito! ¡Qué alegría plantarse ante un Dios que perdona y perdona de corazón hasta no volver a reconocer ninguna de nuestras faltas, cosa que no puede conseguir ni el mejor terapeuta y que ninguna terapia puede proporcionarte, aunque sea con el mejor psiquiatra! Sólo Dios infinitamente amoroso, puede compadecerse de nuestra situación de pecadores, y levantarnos y hacernos sentir hombres, y hombres amados.
Pero esta misma frase tomada de San Lucas: “Éste recibe a los pecadores y come con ellos”, para unos, los publicanos y los pecadores, fue el descubrimiento de su vida, porque Jesús los atraía, se hacía escuchar de ellos, lo sentían cercano, más cuando participaba en sus fiestas y les hablaba como un padre amoroso puede hablar con los hijos a los que tanto ama, y para otros, los fariseos y los escribas, fue la piedra de escándalo, porque no soportaban que se les hablara de tal manera a los podridos, a los deshechos de la sociedad, a los marginados, los que nada valían para este mundo, y que lo hiciera en nombre del Dios altísimo, que está sobre toda ruindad humana.
Es para éstos, para los que se creían los santos, los elegidos, los únicos que se sentían “merecedores” de salvación, a los que Cristo les dirige tres parábolas, bien puestas, las mejores salidas de los labios de Cristo, que reflejan bien y ponen en alto el designio amoroso del Padre: el perdón, la acogida, la bondad y la misericordia.
Un pastor que tiene noventa y nueve ovejas y va en busca de la que se le perdió hasta que la encuentra lleno de gozo, una mujer que pierde una moneda muy valiosa, porque quizá era una de las arras que su marido le entregó, y enciende la luz y la busca por toda la casa y cuando la encuentra hace fiesta con sus amigas a las que invita a alegrarse con ella, y finalmente la otra parábola, la mejor narrada, que ha sido inspiración para muchos pintores, la parábola de aquél padre anciano, que sale al encuentro del hijo que hacía tiempo se había ido a probar fortuna, pero no con la propia, sino que había gastado la fortuna del padre, y que volvía cansado, derrotado, fracasado, pero con un corazón que por primera vez funcionó al considerar el tremendo dolor que le había causado al padre al alejarse de él que se lo había dado todo. Ésta última parábola tiene todavía una extensión, pues el hermano mayor, el “bueno”, el cumplidor, el que no quiebra un plato, el que no se ha manchado las manos con ninguna ofensa, pero que se sentía incómodo, y con un profundo malestar por el regreso del hermano al que no podía perdonar porque nunca lo había amado.
Esto nos da pie para decir brevísimamente, que nuestra actitud se parece hoy a la de los fariseos, porque vemos que mucha gente se aleja de nuestra Iglesia, y no nos entristece, porque nosotros somos los buenos, pero no salimos corriendo tras la oveja que se ha perdido, y no barremos la casa para atraer al que se había perdido en el mundo de las drogas, o del alcohol, o de la prostitución o de relaciones sospechosas, ni hacemos como el padre de la parábola, que corre al encuentro del hijo, ni siquiera nos alegramos por alguien que decide cambiar de vida y darle un nuevo derrotero a su existencia. Aprendamos del Dios todo bondad y misericordia que te espera también a ti, recordando aquello de “Este recibe a los pecadores y come con ellos”.
"Queridos amigos, ¿cómo no abrir nuestro corazón a la certeza de que, aunque seamos pecadores, somos amados por Dios? No se cansa nunca de salir a nuestro paso, de ser el primero en recorrer el camino que nos separa de Él. El libro del Éxodo nos muestra cómo Moisés, con una súplica confiada y audaz, logró, por así decir, cambiar a Dios del trono del juicio al trono de la misericordia (Cf. 32,7-11.13-14). El arrepentimiento es la medida de la fe y gracias a él se regresa a la Verdad. Escribe el apóstol Pablo: "Fui tratado con misericordia, porque cuando no tenía fe, actuaba así por ignorancia" (1 Timoteo 1, 13). Volviendo a la parábola del hijo que regresa "a casa", experimentamos que cuando aparece el hijo mayor indignado por la cogida festiva ofrecida al hermano, el padre también le sale al paso para suplicarle: ""Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo" (Lucas 15, 31). Sólo la fe puede transformar el egoísmo en alegría y volver a entretejer las relaciones adecuadas con el prójimo y con Dios. "Es justo que haya fiesta y alegría --dice el padre--, porque tu hermano [...] estaba perdido y ha sido encontrado" (Lucas 15, 32)". Benedicto XVI
Pero esta misma frase tomada de San Lucas: “Éste recibe a los pecadores y come con ellos”, para unos, los publicanos y los pecadores, fue el descubrimiento de su vida, porque Jesús los atraía, se hacía escuchar de ellos, lo sentían cercano, más cuando participaba en sus fiestas y les hablaba como un padre amoroso puede hablar con los hijos a los que tanto ama, y para otros, los fariseos y los escribas, fue la piedra de escándalo, porque no soportaban que se les hablara de tal manera a los podridos, a los deshechos de la sociedad, a los marginados, los que nada valían para este mundo, y que lo hiciera en nombre del Dios altísimo, que está sobre toda ruindad humana.
Es para éstos, para los que se creían los santos, los elegidos, los únicos que se sentían “merecedores” de salvación, a los que Cristo les dirige tres parábolas, bien puestas, las mejores salidas de los labios de Cristo, que reflejan bien y ponen en alto el designio amoroso del Padre: el perdón, la acogida, la bondad y la misericordia.
Un pastor que tiene noventa y nueve ovejas y va en busca de la que se le perdió hasta que la encuentra lleno de gozo, una mujer que pierde una moneda muy valiosa, porque quizá era una de las arras que su marido le entregó, y enciende la luz y la busca por toda la casa y cuando la encuentra hace fiesta con sus amigas a las que invita a alegrarse con ella, y finalmente la otra parábola, la mejor narrada, que ha sido inspiración para muchos pintores, la parábola de aquél padre anciano, que sale al encuentro del hijo que hacía tiempo se había ido a probar fortuna, pero no con la propia, sino que había gastado la fortuna del padre, y que volvía cansado, derrotado, fracasado, pero con un corazón que por primera vez funcionó al considerar el tremendo dolor que le había causado al padre al alejarse de él que se lo había dado todo. Ésta última parábola tiene todavía una extensión, pues el hermano mayor, el “bueno”, el cumplidor, el que no quiebra un plato, el que no se ha manchado las manos con ninguna ofensa, pero que se sentía incómodo, y con un profundo malestar por el regreso del hermano al que no podía perdonar porque nunca lo había amado.
Esto nos da pie para decir brevísimamente, que nuestra actitud se parece hoy a la de los fariseos, porque vemos que mucha gente se aleja de nuestra Iglesia, y no nos entristece, porque nosotros somos los buenos, pero no salimos corriendo tras la oveja que se ha perdido, y no barremos la casa para atraer al que se había perdido en el mundo de las drogas, o del alcohol, o de la prostitución o de relaciones sospechosas, ni hacemos como el padre de la parábola, que corre al encuentro del hijo, ni siquiera nos alegramos por alguien que decide cambiar de vida y darle un nuevo derrotero a su existencia. Aprendamos del Dios todo bondad y misericordia que te espera también a ti, recordando aquello de “Este recibe a los pecadores y come con ellos”.
"Queridos amigos, ¿cómo no abrir nuestro corazón a la certeza de que, aunque seamos pecadores, somos amados por Dios? No se cansa nunca de salir a nuestro paso, de ser el primero en recorrer el camino que nos separa de Él. El libro del Éxodo nos muestra cómo Moisés, con una súplica confiada y audaz, logró, por así decir, cambiar a Dios del trono del juicio al trono de la misericordia (Cf. 32,7-11.13-14). El arrepentimiento es la medida de la fe y gracias a él se regresa a la Verdad. Escribe el apóstol Pablo: "Fui tratado con misericordia, porque cuando no tenía fe, actuaba así por ignorancia" (1 Timoteo 1, 13). Volviendo a la parábola del hijo que regresa "a casa", experimentamos que cuando aparece el hijo mayor indignado por la cogida festiva ofrecida al hermano, el padre también le sale al paso para suplicarle: ""Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo" (Lucas 15, 31). Sólo la fe puede transformar el egoísmo en alegría y volver a entretejer las relaciones adecuadas con el prójimo y con Dios. "Es justo que haya fiesta y alegría --dice el padre--, porque tu hermano [...] estaba perdido y ha sido encontrado" (Lucas 15, 32)". Benedicto XVI
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