Siempre me ha maravillado la predilección que los humanos tenemos por la letra O. Me refiero, claro está, a la O disyuntiva, que nos obliga siempre a quedarnos con esto O con aquello, a encasillarnos aquí O allá. Tener que elegir entre el fútbol O los toros, sentir predilección por las derechas O por las izquierdas, gozar del verano O del invierno, preferir la carne O el pescado. ¿Y no podría uno elegir como norma de su vida la Y griega y apostar a la vez por el fútbol Y los toros, por el otoño Y la primavera, por un poco de las izquierdas Y otro poco de las derechas o por ninguna de las dos, por un plato de pescado seguido por otro de carne o, tal vez, por un plato con huevos? Parece que no, tenemos que practicar diario el disyuntivismo, el separatismo espiritual, o esa intransigencia, que alguien llegaría a llamar la “santa intransigencia”.
Sucede que a mí –que en este punto debo de ser muy poco patriota- me encanta la Y griega. Y lo más gracioso es que esa predilección me viene de mis estudios de la teología católica, que dicen que es tan dogmatizadora.
Al estudiar Teología, TRATADO de Dios, me llamo la atención la tendencia de nuestros dogmas a salvar muchos dilemas saltando por encima de ellos y montándose en la síntesis. Te preguntaban por ejemplo, si Dios era uno o trino, si Cristo era Dios u hombre, si María fue virgen o madre, si los hombres se salvaban por mérito propio o por pura gracia de Dios, y la lógica te respondía que tenías, en todos esos casos, que elegir una parte de cada uno de esos dilemas, ya que si fuera uno no podría ser trino, siendo virgen no podría ser madre, la naturaleza de Dios era distinta de la del hombre y el merito era diferente de la pura gracia. Pero luego venia la Revelación, que iba más allá que la lógica humana, y te explicaba que no había que elegir entre esos dilemas y que Dios podía ser uno y trino; María, virgen y madre a la vez; Cristo, Dios y hombre, y que la salvación venía del merito y de la gracia a la vez y simultáneamente.
Este modo de plantear y discurrir me gustó. Porque yo había descubierto ya que, si bien hay cosas que son metafísicamente inalcanzables, hay muchas otras que suponemos precipitadamente que son contradictorias, pero que son objetivamente compatibles y combinables.
Tampoco me había convencido nunca ese argumento de que, dos y dos son cuatro y nunca tres y media, es cierto que dos y dos nunca serán tres y media, pero también lo es que cuatro es el resultado de la suma de dos y dos, pero también de la suma de tres y una, de dos y media y una y media, de dos más una y una, y de cien mil operaciones que me demostraban que, aunque la verdad es una, se puede llegar a ella por cientos de caminos diferentes.
Por eso me ha gustado siempre más sumar que dividir, superar que elegir, compartir que encasillar. Cuando alguien me decía que había que trabajar con las manos y no con las rodillas, yo me preguntaba: ¿Y por qué no con las manos y con las rodillas? Cuando me pedían que optara entre el orden y la justicia, yo aseguraba que ni el uno existe sin la otra ni la segunda se consigue y mantiene sin el primero. Cuando me preguntaban si yo prefería ser cristiano o ser moderno, gritaba que ambas tareas me enamoraban y que no estaba dispuesto a renunciar a ninguna de ellas.
Como no recordar a Santa Teresa, que, en un siglo aún mas divisor que el nuestro, supo ser partidaria de la oración y de la acción, de la interioridad y la extraversión, de la ascética y del humanismo, de la libertad y de la obediencia, del amor a Dios y el amor al mundo, de la crítica a los errores eclesiásticos y de la pasión por las cosas de la Iglesia. Sí; los hombres y los santos de la Y siempre me han entusiasmado.
Sucede que a mí –que en este punto debo de ser muy poco patriota- me encanta la Y griega. Y lo más gracioso es que esa predilección me viene de mis estudios de la teología católica, que dicen que es tan dogmatizadora.
Al estudiar Teología, TRATADO de Dios, me llamo la atención la tendencia de nuestros dogmas a salvar muchos dilemas saltando por encima de ellos y montándose en la síntesis. Te preguntaban por ejemplo, si Dios era uno o trino, si Cristo era Dios u hombre, si María fue virgen o madre, si los hombres se salvaban por mérito propio o por pura gracia de Dios, y la lógica te respondía que tenías, en todos esos casos, que elegir una parte de cada uno de esos dilemas, ya que si fuera uno no podría ser trino, siendo virgen no podría ser madre, la naturaleza de Dios era distinta de la del hombre y el merito era diferente de la pura gracia. Pero luego venia la Revelación, que iba más allá que la lógica humana, y te explicaba que no había que elegir entre esos dilemas y que Dios podía ser uno y trino; María, virgen y madre a la vez; Cristo, Dios y hombre, y que la salvación venía del merito y de la gracia a la vez y simultáneamente.
Este modo de plantear y discurrir me gustó. Porque yo había descubierto ya que, si bien hay cosas que son metafísicamente inalcanzables, hay muchas otras que suponemos precipitadamente que son contradictorias, pero que son objetivamente compatibles y combinables.
Tampoco me había convencido nunca ese argumento de que, dos y dos son cuatro y nunca tres y media, es cierto que dos y dos nunca serán tres y media, pero también lo es que cuatro es el resultado de la suma de dos y dos, pero también de la suma de tres y una, de dos y media y una y media, de dos más una y una, y de cien mil operaciones que me demostraban que, aunque la verdad es una, se puede llegar a ella por cientos de caminos diferentes.
Por eso me ha gustado siempre más sumar que dividir, superar que elegir, compartir que encasillar. Cuando alguien me decía que había que trabajar con las manos y no con las rodillas, yo me preguntaba: ¿Y por qué no con las manos y con las rodillas? Cuando me pedían que optara entre el orden y la justicia, yo aseguraba que ni el uno existe sin la otra ni la segunda se consigue y mantiene sin el primero. Cuando me preguntaban si yo prefería ser cristiano o ser moderno, gritaba que ambas tareas me enamoraban y que no estaba dispuesto a renunciar a ninguna de ellas.
Como no recordar a Santa Teresa, que, en un siglo aún mas divisor que el nuestro, supo ser partidaria de la oración y de la acción, de la interioridad y la extraversión, de la ascética y del humanismo, de la libertad y de la obediencia, del amor a Dios y el amor al mundo, de la crítica a los errores eclesiásticos y de la pasión por las cosas de la Iglesia. Sí; los hombres y los santos de la Y siempre me han entusiasmado.
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