Leí una “Oración de la tercera edad” – firmada por José Laguna Menor – que me parece absolutamente hermosa que quiero transcribirla aquí íntegra para disfrutarla junto con los amigos lectores de estas páginas. Dice así:
“Señor, enséñame a envejecer. Convénceme de que no son injustos conmigo los que me quitan responsabilidad; los que ya no piden mi opinión; los que llaman a otro para que ocupe mi puesto. Quítame el orgullo de mi experiencia pasada y el sentimiento de creerme indispensable. Pero ayúdame, Señor, para que siga siendo útil a los demás, contribuyendo con mi alegría al entusiasmo de los que ahora tienen responsabilidades y aceptando mi salida de los campos de actividad, como acepto con naturalidad sencilla la puesta del sol. Finalmente te doy gracias, pues en esta hora tranquila caigo en cuenta de lo mucho que me has amado. Concédeme que mire con gratitud hacia el destino feliz que me tienes preparado. ¡Señor, ayúdame a envejecer así!”.
¿Hay algo que añadir a esta hermosura de texto? Sí, hay algo: hay que vivirlo. Y ¡qué difícil es envejecer con esa alegre naturalidad! ¡Qué duro para cualquier ser humano reconocer que ha entrado en el atardecer de su vida y aceptar, al mismo tiempo, que aún le queda mucho por hacer, pero que eso que le queda por hacer es algo muy distinto – aunque no menos importante – que lo hecho hasta ahora!
Porque hay dos cosas tristísimas: un viejo que se cree joven, y un viejo que se cree muerto. Y hay una tercera cosa estupenda: un viejo que asume la segunda parte de su vida con tanto coraje e ilusión como la primera.
Para ello tendrá que empezar por aceptar que el sol del atardecer es tan importante como el del amanecer y el del mediodía, aunque su calor sea muy distinto. El sol no se avergüenza de ponerse, no siente nostalgia de su brillo matutino, no piensa que las horas del día le estén “echando” del cielo, no se experimenta menos luminoso ni hermoso por comprobar que el ocaso se aproxima, no cree que su resol sobre los edificios sea menos importante o necesario que el que, hace algunas horas, hacía germinar las semillas en los campos o crecer las frutas en los árboles. Cada hora tiene su gozo. El sol lo sabe y cumple, hora a hora, su tarea.
Claro que tal vez la Naturaleza es más piadosa con las cosas que los hombres con los hombres. Nadie desprecia al sol de la tarde, pero nadie le empuja a jubilarse, nadie le niega el derecho a seguir dando “su” luz, débil, pero luz verdadera, necesaria, a veces, incluso, hasta la más hermosa: ¡Qué bien sabe el enfermo lo dulce de este último rayo de sol que se cuela, por la última esquina de la ventana, sobre su cama! ¡Ah, si todos los ancianos entendieran que su sonrisa sobre los hombres puede ser tan hermosa y fecunda como ese último rayo del sol antes de ponerse! ¡Ah, si supieran que el sol nunca es amargo, aunque sea más débil! ¡Qué orgulloso se siente el sol de ser sol, de haberlo sido, de seguirlo siendo hasta el último segundo de su estancia en el cielo! ¡Señor, Señor, no me dejes marcharme hasta haber repartido el último rayo de mi pobre y querida luz!
No hay comentarios:
Publicar un comentario