Queridos amigos: María se encuentra nuevamente a los pies del maestro: pidiendo ya no la vida para ella sino para su hermano.
Y es hoy, en el quinto domingo de la cuaresma en que al meditar sobre la resurrección de Lázaro será adecuado que cada uno de nosotros considere la identidad de la muerte con los ojos de cristiano, puesto que la resurrección de Lázaro será la razón para que se agilice la muerte del dueño de la vida que vencerá a la muerte en singular combate.
Y es de esta manera, en que aquel día inolvidable en el que murieron biológicamente nuestros seres más queridos, fue, es y será transformado para todos nosotros en una celebración.
Te preguntas: ¿Cómo puede hablar el cura de celebración cuando se experimenta la ausencia y el dolor hace girones el alma?
Te quiero recordar que el día de la muerte es para nosotros una celebración. Los cristianos hemos recibido nuestra vida para buscar a Dios, la muerte la recibimos para encontrarlo y la eternidad nos es dada para poseerlo. El día de la muerte celebramos el encuentro con Dios de nuestros seres queridos, la Pascua cristiana de los seres más amados.
Las lágrimas no desaparecen tan fácilmente de nuestros ojos. Bastaría recordar el Evangelio de hoy que nos presenta el Señor llorando cuando Lázaro murió y cómo la gente decía: ¡Mira cuanto le amaba!
Cristo nos ha mostrado que las lágrimas pueden ser sagradas. Las lágrimas no constituyen un signo de debilidad, sino de fuerza.
Nuestras lágrimas pueden trasmitir con elocuencia tres mensajes: un dolor indecible, un profundo arrepentimiento o un amor inefable.
No obstante debemos cuidar que si bien nuestras lágrimas pudieran expresar el dolor del corazón, jamás deberán expresar ni falta de fe ni falta de esperanza.
Para conseguir que nuestra fe no desfallezca cuando fallecen los que amamos, debemos tener cuidado para no separar la integridad del mensaje cristiano.
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