sábado, 23 de abril de 2011

¡Bendita tu incredulidad, Tomás, porque nos mostraste el camino para llegar a Jesús


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Si alguien nos habló magistralmente de la Misericordia de Dios y pudo encarnarla en su propia persona, fue en los últimos años Juan Pablo II que este día es Beatificado. En este día dedicado a la Misericordia divina, y que él mismo instituyó, nos alegramos con la Iglesia Universal que así quiere honrar a uno de sus más preclaros miembros. Felicidades mil y mil por el nuevo Beato Juan Pablo II.
De esta manera nos situamos en un momento cumbre en la vida de Cristo ya resucitado. Su resurrección ocurrió por la mañana del domingo, y se dejó ver de algunas mujeres y de Pedro y Juan, pero faltaba cumplir con su promesa de volver y vivir para siempre entre los suyos.

¡Cómo quisiera haber tenido un lugarcito en aquella memorable ocasión! Pero aunque eso no es posible, el Apóstol Juan nos refleja en su mensaje, la expectación, la emoción y la alegría que se vivió la primera vez que Jesús se presentó con los suyos ya resucitado. Los ojos de los apóstoles no dan crédito a lo que veían, no les cabía estar frente al Maestro, pero vivo de nuevo, radiante y luminoso. Por eso Cristo Jesús tiene que repetir su saludo y un saludo por demás significativo: “La paz esté con ustedes”, al mismo tiempo que les mostraba sus manos con las huellas de los clavos pero que ahora despedían fragancia, perfume y luz. Cuando salieron de su ensimismamiento, la alegría fue indescriptible y Cristo los miraría complacido como un padre se alegra de ver reunidos a sus hijos. Pero no fue sólo una alegría meramente humana. Ahí se jugaba algo muy serio, y por eso Cristo sopló sobre ellos, les dio la fuerza del Espíritu Santo y los envió por el mundo llevando un gran tesoro que confiaba a los suyos: el perdón de los pecados. Inconmensurable tesoro.
Ocurrió que Tomás, uno de los doce, no estaba con ellos ese día, el domingo, y ocho días después, estando nuevamente reunidos, volvió Jesús a estar con ellos, se repitió la alegría de verse juntos, en comunidad, en Iglesia e inmediatamente se dirigió a Tomás que no quería creer a la comunidad, sino que quería una manifestación particular para convertirse en creyente de Jesús. Dicen que el peor castigo que se le puede dar a una persona, es concederle aquello que pide para llegar a la fe. Cristo le mostró sus manos y su costado y le pedía que metiera su dedo y su mano. Fue demasiado para Tomás, que cayó al suelo, de rodillas y desde ahí sólo pudo exclamar el más breve y el más significativo acto de fe: “Señor y Dios mío”. No pudo decir más pero no había necesidad de otra cosa, pues todo estaba dicho y Tomás se volvía a integrar a la comunidad naciente, para ser uno más entre los que llevarían el Evangelio a todas las gentes. Pero Cristo tomaría a Tomás entre sus brazos y exclamó delante de todos: “Tú crees porque me has visto” y a continuación, no para suscitar la fe, sino para encenderla en los que creyeran, continuó: “Dichosos los que creen sin haber visto”. Por todos estos regalos, hoy es el día de la misericordia y desde nuestros corazones agradecidos sólo tiene que surgir un solo grito: “Gracias, Jesús, alabado seas, bendito seas, glorificado seas por siempre Jesús”. Aleluya. Aleluya.

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