Olla
vieja, sabor deja
Si esto es
verdad, si nosotros somos hechura de Dios y somos como la olla vieja, nosotros
deberíamos oler a Dios. Nuestras vidas tendrían que estar impregnadas de un
olor y de un sabor divinos. No podemos oler a pecado y a maldad, a violencia y
a desenfreno sino a bondad y gracia y salvación.
Si somos hijos
del Padre, nuestras obras deberán tener el sabor de quien agrada y complace y
se desvive por hacer la felicidad de los que ama el Señor. Mi Padre celestial
los ama a ustedes, afirmaba tajantemente Cristo al final de la última cena,
como complaciéndose y regocijándose en ver felices a los suyos por el amor del
Padre reflejado en sus rostros. Es la mirada y la sonrisa de los niños que nos
deben reflejar el amor de Dios por todos los hombres.
Si somos
hermanos de Cristo, entonces nuestra vida, nuestras instituciones tendrán que reflejar el amor encantador de
Cristo que corria y recorria todos los caminos del mundo buscando llevar la paz
y la alegría a todos los hombres aunque al final de sus días
tuvo que subier a lo alto de la cruz
donde continúa diciéndonos como debemos amarnos los unos a los otros. Cristo
Jesús no pidió nada para sí, ni para su Padre
Dios, él pide amor, entrega, generosidad, mandamientos, pero por fidelidad, por gracia y por don para todos
los hombres. Nuestras instituciones, nuestra política, nuestra economía,
tendrían que decirle al mundo que todo contribuye al bien de los que aman al
Señor y al bien de los que el mismo Señor ama. Los creyentes vamos buscando un
mundo mejor donde la pobreza, la inseguridad y la violencia sean cosas del
pasado. Tenemos derecho a esperar eso si somos figura y reflejo del Redentor y
amigo de los hombres.
Y si hemos
recibido el Espíritu Santo de Dios, ¿cómo es que no se nota que el Espíritu
está entre nosotros? Ese mismo Espíritu
que asistió a la creación de nuestro mundo, el que ha inspirado la marcha de
tantos y tantos hombres, el que se dejó ver en la figura luminosa de María,
hasta hacerla portadora del don maravilloso del Hijo de Dios en su entraña, el
mismo que iluminó el corazón de los apóstoles para abandonar el vetusto templo
de Jerusalén y para salir al ancho mundo
llevando a todas las gentes la salvación y la paz, está también entre
nosotros. Él nos conduce a Cristo y al Buen Padre Dios y quiere acercarnos una y mil
veces mas a los hombres para que seamos
la gran familia de los hijos de Dios en camino a su casa.
En una palabra
este día de la Santísima Trinidad tenemos que preguntarnos si en nosotros
vive ese calor que todo lo consume, el
fuego del amor del Padre, tenemos que preguntarnos si en nosotros existe ese
caminar del Cristo de todos los senderos y si en nosotros va esa luz y ese
candor del Espíritu Santo que nos acerca al Buen Padre dios y nos hace
poseedores del buen olor de la gracia y
del amor. Olla vieja, sabor deja.
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