lunes, 4 de julio de 2011
Una semilla de esperanza y de inmortalidad
Cristo estaba ya a la mitad de su camino como predicador itinerante, por los camino de Galilea, y se veía venir un período de crisis, pues tras de los éxitos iniciales y el entusiasmo que suscitaba entre las multitudes, los jefes religiosos le habían declarado la guerra y se reían de él, los fariseos lo consideraban un enemigo de Satanás y ya comenzaban a urdir la manera de desprenderse de él aunque fuera con la muerte; sus apóstoles y sus discípulos escasamente entendían su mensaje; ya había tenido serios problemas con su familia y sus paisanos, y las gentes estaban a la expectativa, no acababan de darle su adhesión e incluso comenzaban a retirarse de él. Todo esto hacía pensar que Cristo contemplaba ya en lontananza el fracaso de su misión profética, presentía la llegada de su pasión, su cruz y su muerte, y la situación se presentaba entonces como para tirar la toalla y marcharse a otro lado con su desilusión y su fracaso. Pero fue entonces cuando echando a volar su imaginación y previendo los planes de Salvación del Buen Padre Dios, lanzó una de sus grandes parábolas que presagiaban que a pesar de la dificultad que su Palabra encontraría en su ambiente y la tremenda dificultad para que ella llegara a todos los hombres en el transcurrir de los siglos, sin embargo la cosecha para los graneros del Padre sería sobre manera abundante. Podemos imaginarnos entonces a Cristo sentado en una barca en el lago de Galilea y a la gente que permanecía en la orilla escuchandolo:
“Una vez salió un sembrador a sembrar, y al ir arrojando la semilla, unos granos cayeron a lo largo del camino; vinieron los pájaros y se los comieron. Otros granos cayeron en terreno pedregoso, que tenía poca tierra; ahí germinaron pronto, porque la tierra no era gruesa; pero cuando subió el sol, los brotes se marchitaron, y como no tenían raíces, se secaron. Otros granos cayeron entre espinos, y cuando los espinos crecieron sofocaron las plantitas. Otros granos cayeron en tierra buena y dieron fruto: unos ciento por uno: otros sesenta; y otros treinta. El que tenga oídos, que oiga”.
¿Qué entenderían aquellas gentes? Parece que muy poco, si nos atenemos a lo que el mismo Cristo dijo a continuación: “…este pueblo ha endurecido su corazón, ha cerrado sus ojos y tapado sus oídos, con el fin de no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni comprender con el corazón. Porque no quieren convertirse ni que yo los salve”. Sin embargo, Cristo está apelando a la conciencia de sus oyentes y a su libertad, porque si bien la semilla sembrada tiene una eficacia comprobada, se necesita la colaboración de la tierra, del hombre, para que llegue a dar fruto. Parece que se cargan mucho las tintas en las dificultades que el hombre encuentra para acoger en su corazón la Palabra de Dios, pero no nos olvidemos que las palabras finales, sobre la misma semilla, sobre la Palabra Divina es lo verdaderamente importante. La cosecha supera lo imaginado, cada grano produce cien, sesenta o treinta por uno. El Señor triunfará con todo y los pájaros, el sol, las piedras y las espinas, el afán de poder que olvida que este mundo es para todos: la lucha entre el esfuerzo personal y la comodidad de quedarse donde se está y la injusticia de la riqueza del mundo que se desea o se posee sobremanera, olvidándose también que la riqueza fue puesta para ser compartida por todos. Acojamos, pues, con todo el corazón, la semilla de la Palabra de Dios que hoy siembra el Señor en la Sagrada Escritura, en su Iglesia, en sus sacramentos y en cada uno de los desposeídos donde Cristo quiere ser atendido y acogido.
Pbro. Alberto Ramírez Mozqueda.
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