jueves, 28 de julio de 2011

¿Un Cristo cobarde y en retirada?


Cristo acababa de regresar de Nazaret su pueblo, donde estaban las gentes que más estimaba en su corazón porque entre ellos había crecido. Ahí precisamente había fracasado rotundamente en su predicación, pues los suyos lo habían rechazado por su humildad, por la sencillez de su cuna y porque no soportaron que uno salido de sus propias filas pudiera destacar entre otras gentes fuera de su pueblucho o de su villorrio. Ya no habría más palabras de Jesús. Con sus parábolas había concluido lo que tenía que decirles. Además, se acababa de enterar de la muerte de Juan Bautista, a manos del cruel Herodes, por lo que decidió retirarse a un lugar solitario y tranquilo. ¿Fue miedo o cobardía lo que hizo que se retirara? ¿Era prudencia meramente humana? ¿Era el deseo de escapar el pellejo de una muerte que se anunciaba como probable? Ninguna de esas cosas, a juzgar por lo que ocurrió a continuación. Ciertamente se embarcó, a la vista de las gentes, pero como aún había quién confiaba en él, las gentes fueron bordeando el lago de Galilea de manera que cuando él llegó con los suyos ya mucha gente lo estaba esperando. No hubo descanso ni retiro ese día. Cristo aprovechó para curar a aquellas gentes, porque se “compadeció” de ellas viendo su pobreza, su desnudez y su desprotección. Si había sido compadecido con sus palabras, ahora lo era más cuando podía extender sus brazos para abrazar a toda aquella multitud. Y ocurrió algo que nadie esperaba. Los apóstoles, mezclados entre la gente, se dieron cuenta que aquella multitud se había venido a escuchar a Jesús con una mano adelante y otra atrás y no tenían provisiones para llevar a su boca. Por eso le pidieron al Maestro que los despidiera y pudieran regresar a sus casas buscando que comer ese día. Jesús como siempre los sorprendió con su respuesta. No habría que regresarles en ayunas, ellos mismos tendrían que preocuparse por darles de comer. Eso les pareció una broma de mal gusto, pues estaban en despoblado, no había nada que comprar y los ahorros de los apóstoles de ninguna forma habían bastado para dar siguiera un mendrugo de pan a los niños y a los ancianos.
Y fue entonces cuando se mostró la luz de Cristo sobre la situación. Él movió la solidaridad, la verdadera compasión de los suyos y entonces se dieron cuenta de que en su pobreza sólo tenían cinco peses y dos pescados. Eso fue suficiente para Jesús que de una forma tremendamente sencilla pero asombrosamente divina, hizo que aquella sencilla comida alcanzara para dar de comer a todos, que se saciaron, guardaron en sus morrales e incluso quedaron muchos canastos de sobras. Es necesario decir que al día siguiente las gentes volvieron a buscar a Jesús queriendo ser alimentados como ese día y encontraron un rotundo “no” en el Maestro que entonces les habló de otro alimento, con lo que volvió a tener otro fracaso más notable que el primero. No quisieron creerle cuando les anunció que les daría su propio Cuerpo y su Sangre como alimento. Se le fueron. Hoy la Iglesia tiene que hacer lo mismo. No puede alimentar a las multitudes. Ese no es su papel, pero sí está necesitada de mostrar la auténtica solidaridad, motivando a los cristianos a mostrar con hechos, que ellos sí creen que Cristo puede alimentarnos con su propio Cuerpo, hasta hacerse una sola cosa con él, pero incitando e incluso retando a los cristianos para que se solidaricen con los más maltratados por la vida, hasta desaparecer esa vergüenza de nuestro mundo que distingue a los hombres entre los que tienen hambre y raquitismo y desnutrición y avitaminosis y aquellos que tienen en abundancia hasta llegar a la obesidad, el exceso de grasa y calorías, para convertirnos en un pueblo fuerte, solidario, cercano al corazón de Cristo que se prodiga repartiéndose y desgajándose en lo alto de la cruz, para mostrar la solidaridad que debe de distinguir a los suyos en el desierto de este mundo hasta la casa del Buen Padre Dios donde quiere vernos a todos, formando la familia de los salvados por Jesús el Señor.

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