sábado, 30 de julio de 2011

Todo lo da y todo lo tiene prestado - Dom 18



Las acciones que verdaderamente transforman este mundo que Dios nos ha dado, están compuestas por la acción comprometida del creyente y la acción realizadora de Aquél que lo puede todo? Pero,... ¿Qué es lo que el hombre puede aportar en la historia de la propia salvación? ¿Cuál es el lugar del ser humano en ese tapiz que se va entretejiendo con el paso del tiempo y en nuestro propio espacio?

El ser humano puede quedarse solamente en promesas, en proyectos, en preparativos, en intenciones ¿Qué por qué?, porque el hombre se da cuenta de que los dones de Dios suelen convertirse en trabajo y compromiso, que los dones de Dios más que ser fuente de privilegios son responsabilidades.

El Evangelio de este domingo nos enseña que Dios ha querido necesitar de la cooperación de los hombres. El no ha querido ofrecernos el pan sin el esfuerzo. El Hijo eterno del Padre ha querido esperar de cada uno de nosotros, esos elementos humanos que complementan su plan de salvación.

Hoy, el Evangelio nos presenta la aportación del hombre. Desde lo humano, se trata de algo hasta cierto punto desalentador: sólo cinco panes y dos pescados; sin embargo, Dios ha querido que éstos sean necesarios. Así ha sido siempre. Quizá no se ha escrito nunca una paradoja tan grande como ésta: Se combina la divinidad con la dependencia, la riqueza con la pobreza.

El Hijo de Dios ha pedido prestado un pesebre para nacer, una barca para predicar, un asno para entrar a Jerusalén, un lugar para celebrar la Última Cena. Al final, habrá necesidad de que se pida un sepulcro vacío para que descanse. Dios se permite tomar algunas cosas de los hombres para recordarnos que todo procede de Él y que todo le pertenece.

El en sus milagros de todo tiempo, ha querido necesitar de la aportación del hombre; aunque sea el estirar nuestra mano para tocar su manto, el gritar para que nos oigan, lanzar la red, llenar de agua los odres, quitar la piedra de un sepulcro.

Hoy, el Evangelio nos invita para que pongamos nuestros cinco panes y nuestros dos pescados en las manos de Dios. El Señor nos invita para que colaboremos con su obra. Nos ha prometido como recompensa, aparte de la vida eterna, el ciento por uno. Pero no te olvides que nunca existirá el Ciento, si yo no soy capaz de poner en las manos de Dios el Uno que debo aportar… En el tiempo actual, mucho más que milagros, hace falta amor al trabajo e interés por el hermano.

La desproporción existente entre lo que el hombre aporta y la grandeza de la obra de Dios se anula cuando lo poco que se tiene, o la nada que se piensa ser y tener, se convierte en el todo que se le entrega a Dios y que se pone a disposición del hermano.

Se trata de esos cinco panes y dos pescados que el hombre debe poner en su profesión, en su vocación, en su trabajo, en la oficina, en la escuela, en su hogar, en la amistad, en la Iglesia, en la sociedad, en su dedicación para cada cosa que quiere aprender o que piense adquirir.

Es recurrente el que los hombres estemos esperando una multiplicación de panes sin poner nuestros panes, queremos pesca milagrosa sin ir a pescar… Los jóvenes de hoy han pretendido pasar un examen sin siquiera ponerse a estudiar. Algunos de nuestros profesionistas desempleados pretenden tener un buen empleo, pero levantándose a las once de la mañana y rascándose el ombligo…Los esposos quieren que Dios y que el otro hagan todo el trabajo y se olvidan de que las relaciones humanas siempre serán un movimiento de dos.

“No hay tesoro sin esfuerzo”. Pero,... parece que nosotros no lo hemos comprendido.

Dios quiere el bien del hombre, y el hombre debe de ver por su bienestar. Debe poner en las manos de Dios sus panes y sus pescados para que los bendiga y los multiplique en favor de todos los hombres…Volvamos a nuestras labores y presentemos a Dios con fe el trabajo de la vida diaria, nuestros cinco panes y nuestros dos pescados y Dios nos concederá todos los días el milagro de su multiplicación.

jueves, 28 de julio de 2011

¿Un Cristo cobarde y en retirada?


Cristo acababa de regresar de Nazaret su pueblo, donde estaban las gentes que más estimaba en su corazón porque entre ellos había crecido. Ahí precisamente había fracasado rotundamente en su predicación, pues los suyos lo habían rechazado por su humildad, por la sencillez de su cuna y porque no soportaron que uno salido de sus propias filas pudiera destacar entre otras gentes fuera de su pueblucho o de su villorrio. Ya no habría más palabras de Jesús. Con sus parábolas había concluido lo que tenía que decirles. Además, se acababa de enterar de la muerte de Juan Bautista, a manos del cruel Herodes, por lo que decidió retirarse a un lugar solitario y tranquilo. ¿Fue miedo o cobardía lo que hizo que se retirara? ¿Era prudencia meramente humana? ¿Era el deseo de escapar el pellejo de una muerte que se anunciaba como probable? Ninguna de esas cosas, a juzgar por lo que ocurrió a continuación. Ciertamente se embarcó, a la vista de las gentes, pero como aún había quién confiaba en él, las gentes fueron bordeando el lago de Galilea de manera que cuando él llegó con los suyos ya mucha gente lo estaba esperando. No hubo descanso ni retiro ese día. Cristo aprovechó para curar a aquellas gentes, porque se “compadeció” de ellas viendo su pobreza, su desnudez y su desprotección. Si había sido compadecido con sus palabras, ahora lo era más cuando podía extender sus brazos para abrazar a toda aquella multitud. Y ocurrió algo que nadie esperaba. Los apóstoles, mezclados entre la gente, se dieron cuenta que aquella multitud se había venido a escuchar a Jesús con una mano adelante y otra atrás y no tenían provisiones para llevar a su boca. Por eso le pidieron al Maestro que los despidiera y pudieran regresar a sus casas buscando que comer ese día. Jesús como siempre los sorprendió con su respuesta. No habría que regresarles en ayunas, ellos mismos tendrían que preocuparse por darles de comer. Eso les pareció una broma de mal gusto, pues estaban en despoblado, no había nada que comprar y los ahorros de los apóstoles de ninguna forma habían bastado para dar siguiera un mendrugo de pan a los niños y a los ancianos.
Y fue entonces cuando se mostró la luz de Cristo sobre la situación. Él movió la solidaridad, la verdadera compasión de los suyos y entonces se dieron cuenta de que en su pobreza sólo tenían cinco peses y dos pescados. Eso fue suficiente para Jesús que de una forma tremendamente sencilla pero asombrosamente divina, hizo que aquella sencilla comida alcanzara para dar de comer a todos, que se saciaron, guardaron en sus morrales e incluso quedaron muchos canastos de sobras. Es necesario decir que al día siguiente las gentes volvieron a buscar a Jesús queriendo ser alimentados como ese día y encontraron un rotundo “no” en el Maestro que entonces les habló de otro alimento, con lo que volvió a tener otro fracaso más notable que el primero. No quisieron creerle cuando les anunció que les daría su propio Cuerpo y su Sangre como alimento. Se le fueron. Hoy la Iglesia tiene que hacer lo mismo. No puede alimentar a las multitudes. Ese no es su papel, pero sí está necesitada de mostrar la auténtica solidaridad, motivando a los cristianos a mostrar con hechos, que ellos sí creen que Cristo puede alimentarnos con su propio Cuerpo, hasta hacerse una sola cosa con él, pero incitando e incluso retando a los cristianos para que se solidaricen con los más maltratados por la vida, hasta desaparecer esa vergüenza de nuestro mundo que distingue a los hombres entre los que tienen hambre y raquitismo y desnutrición y avitaminosis y aquellos que tienen en abundancia hasta llegar a la obesidad, el exceso de grasa y calorías, para convertirnos en un pueblo fuerte, solidario, cercano al corazón de Cristo que se prodiga repartiéndose y desgajándose en lo alto de la cruz, para mostrar la solidaridad que debe de distinguir a los suyos en el desierto de este mundo hasta la casa del Buen Padre Dios donde quiere vernos a todos, formando la familia de los salvados por Jesús el Señor.

LAS DÁDIVAS Y LAS LIMOSNAS Ó EL BUEN COMPARTIR



El gran acontecimiento del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces es muy importante, pues deja entrever que es el único milagro que traen los cuatro evangelistas. Debió ser una experiencia bien recordada y, después, profundizada para buscarle sentido a sus vidas y hoy en día a las nuestras.
Resaltar en este sentido que la ausencia de hambre es un signo de la presencia del Señor. Para quien siempre ha tenido qué comer es difícil alcanzar a percibir la magnitud de este milagro. Una sociedad que ha padecido hambre sabe que la carencia de alimento, mendigar el pan, es reconocerse incapaz de vivir por sí mismo; no tener comida es el comienzo de la muerte. Dar de comer es apostar por la vida.
Hay que hacer notar los grandes contrastes: el banquete que ofrece Herodes y la comida que da Jesús; en el primero hay la muerte de un inocente, en el segundo se sacia el hambre de la gente. Los comensales del banquete de Herodes son testigos del poder caprichoso y malévolo de un rey; los comensales de Jesús son testigos de la presencia de Dios que los anima a entrar en la dinámica de compartir.
Podemos señalar que uno de los puntos principales del milagro está en que, la humilde cantidad de cinco panes y dos peces, se pone a disposición de Jesús; él al bendecirlos provoca la multiplicación que los discípulos tendran que repartir. De ahí que, aún después de saciados, quedaron canastos suficientes para seguir compartiendo. La presencia milagrosa del Señor fue posible por la generosidad de quienes pusieron a su disposición los panes y los pescados. Esto es muy importante porque el problema del mundo no es la escasez de recursos económicos, sino la incapacidad para compartir como hermanos. Gandhi decia: " La tierra tiene lo suficiente para satisfacer las necesidades de todos pero nos las ambiciones de unos cuantos ".
El decir que la disponibilidad de compartir y la presencia del Señor, así como la toma de conciencia de que el hambre que se padece no se tiene que ser indiferente, además de solucionar una necesidad inmediata, garantiza que siga habiendo pan para compartir. Las dádivas y las limosnas, aunque quizás momentáneamente buenas, no alcanzan a ser el verdadero camino para la fraternidad; disimulan la brecha entre ricos y pobres. El compartir a causa de la presencia del Señor proporciona lo necesario para prolongar la solidaridad, la ayuda fraterna: Los doce canastos son también parte importante del milagro porque prolonga la ayuda y garantiza que los beneficiarios no sean unos cuantos sino todos.
Que nuestra intímidad con el Señor através de su Palabra, los sacramentos y especialmente la Eucaristía realmente nos ayude a ir creciendo en la actitud de compartir como hermanos. Y que la presencia de Jesús en nuestras vidas nos ayude a ir compartiendo lo que tenemos, somos y pensamos.

jueves, 21 de julio de 2011

La perla preciosa de Cristo para el mundo de hoy.


Siempre ha sido proverbial la actitud de Salomón, aquél hombre que llevó adelante los destinos de su pueblo, después de un gran rey como fue David. Su sabiduría se extendió más allá de las fronteras de su patria, y las gentes venían a escucharlo y a consultarlo. Pero en sus orígenes no fue así. Un día fue llamado a regir a su pueblo en plena juventud y en verdad que habría sido difícil su conducción, de no ser porque el Dios de Israel se le manifestó en sueños, concediéndole un deseo para su corazón. El joven Salomón hizo memoria de su padre, que se había portado con Dios “con lealtad, con justicia y rectitud de corazón” y por eso pidió un solo deseo: “sabiduría de corazón para poder gobernar a su pueblo y distinguir entre el bien y el mal”. Él acertó en su petición, que le fue concedida, y esa tendría que ser la petición de nuestro mundo, de los que rigen las naciones e incluso de los que gobiernan una sola familia, pues parece que nuestro mundo ha perdido el rumbo, ha perdido el sentido de la vida vida.y estamos en una crisis existencial, vital y los jóvenes mismos nada buscan porque piensan que nada van a encontrar, y lo mejor será sumergirse en el mundo de los placeres, de la droga o del alcohol. Se les habla de grandes oportunidades, pero hoy los diarios dicen que sólo uno de cada diez jóvenes ingresará a las universidades oficiales. Sin embargo, la vida misma tiene sentido, pues siendo un don que hemos recibido, y gratuitamente porque no dimos nada a cambio, sólo tendrá sentido en la medida en que sepamos agradecerla al dador de todos los dones, empeñando todos nuestros sentidos en proceder como David, “con lealtad, con justicia y rectitud de corazón”, para conseguir la alegría, el gozo, la amistad y la fraternidad entre todos los hombres.
De hecho es la petición de la Iglesia en este día, que “sepamos usar con sabiduría de los bienes de la tierra, que no nos impidan alcanzar los del cielo”. Mientras nuestros sentidos estén embotados sólo en la casa, el coche, las comodidades para la casa, los viajes y los placeres, no tendremos el suficiente empeño en vivir según la justicia y si además falta la lealtad para nuestros congéneres y la rectitud de corazón, ya nos podemos imaginar que todos seremos atrapados por la ola de la violencia y del mal.
Para un disfrute legítimo de la vida, hoy tendremos que romper ese círculo de cosas materiales que nos invaden, para escuchar a Cristo que nos habla del Reino que él ha venido a implantar como un hombre que encontró un tesoro en un campo, lo escondió y corrió gozosamente a vender todo lo suyo para adquirir el campo y quedarse con el tesoro. Cristo propone también como modelo el de un comprador de perlas finas que al encontrar una de mucho valor entre muchas baratijas del mercado, va también, empeña todo lo que tiene y se queda con aquella joya de incalculable valor. No cabe duda que el empeño, la tenacidad y la astucia de ambos personajes es digna de admiración y con la sabiduría que Cristo deposita en nosotros, estaremos convencidos que el Reino de los cielos es el máximo tesoro al que podemos aspirar. No podemos aspirar a él desde el lado de la economía, de la ciencia, de la técnica, o desde el equilibrio de la bolsa, sino desde un corazón desengañado de la superficialidad de las cosas, para abrirnos al Dios que nos libera y nos salva en su Hijo Jesucristo. Esta vida que no nos ha costado, que se nos da gratuitamente, es el más grande valor que se nos podía haber confiado, “llamados por él según su designio salvador” al decir del Apóstol San Pablo. A Cristo lo encontraremos en los pobres, en los que han sido maltratados por la vida y que no han conseguido nada de lo que a nosotros nos interesa. Los pobres son el lugar, la perla, el tesoro, de Cristo. ¿Sabremos correr a su encuentro con la Iglesia? ¿Sabremos socorrer en la medida en que Cristo lo ha hecho con nosotros?
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en alberami@prodigy.net.mx

martes, 12 de julio de 2011

El perdón de Dios no produce efectos colaterales negativos



Hoy Cristo nos sorprende con algunas de sus más significativas parábolas, con ese lenguaje tan suyo propio y que van reflejando la actitud de Dios ante los hombres y ante el mal que existe en el mundo. Recordemos cómo Cristo refleja el amor del Padre y su paciencia infinita, cuando pinta a aquél padre que sale cada día a esperar al hijo que se ha ido de aventura. Ahora es el ejemplo de un agricultor que sembró buena semilla en sus campos, pero sus enemigos valiéndose de la oscuridad de la noche, sembraron cizaña entre el trigo. Cuando aparecieron juntos el trigo y la simiente, los sirvientes sorprendidos, fueron a contar al dueño lo sucedido, proponiéndole cortar de inmediato la cizaña, pero el dueño que conocía bien su propio oficio, ordenó prudentemente esperar hasta el tiempo de la cosecha para separar el trigo de la cizaña, pues en ese momento el peligro era dañar las plantas tiernas del trigo mientras se arrancaba la cizaña. ¡Qué sabia y prudente decisión de aquél hombre! Con esto nos está dando la señal del proceder de nuestro Dios que tiene todo el tiempo para esperar amorosamente a que el hombre responda con amor al infinito amor que él nos ha tenido. Y contrasta su actitud con la nuestra que por una parte desde nuestra propia condición queremos dividir a rajatabla a los hombres en buenos y malos y quisiéramos acabar de una vez por todas con éstos últimos, pues indudablemente nosotros nos colocamos atrás de la raya de los buenos. Queremos hacer como los reyes antiguos, cuando llegaban a un territorio conquistado, arrasaban con todo lo que encontraban a su paso, sin importarles la condición de los inocentes, los niños y los ancianos. Era la condición de revancha y de venganza con los vencidos. Esto no entra definitivamente en los planes de Dios. A quienes trataron a Cristo con tanta impiedad y sin ninguna misericordia, en lo alto de la cruz, Dios los hizo portadores de su perdón, de su amor y de su misericordia. Esa fue la venganza de Dios.
Y nosotros, en nuestro diario actuar frente al mal que aqueja a nuestro mundo, donde parece que la violencia, el crimen, la sangre, la infidelidad y la mentira son el pan de cada día, no podemos entonces proceder con indiferencia ni mucho menos con un insoportable a mí que me importa, ni mucho menos con indiferencia, ni tampoco con una suspensión de nuestra responsabilidad, pretendiendo dejarlo todo en manos de Dios, pues en cada uno de nosotros hay un fondo de maldad sí, pero también un corazón que puede ser generoso, y un Espíritu de Dios que impulsa nuestra acción para proceder silenciosamente, como el fermento en la masa, con un compromiso serio, firme, continuado y profundo de colaborar al nacimiento de una nueva humanidad donde los males que nos aquejan puedan ser cosa del pasado, y la humanidad pueda convertirse no en un gran imperio de los poderosos, de los sabios y de los astutos, sino un mundo en donde todos tengan la oportunidad de vivir comiendo el pan y la sal que Dios dispuso para todos los hombres Tendremos que ser como la humilde levadura que con una pequeña cantidad puede fermentar toda la masa, con nuestro apretón de manos, con nuestra sonrisa, con una visita al que va pasando mal momento, con un gesto de solidaridad al que ya no encuentra la puerta.
Y finalmente, ser muy claros: cómo distribuya Dios sus dones al final de los tiempos, no nos toca a nosotros conocerlo, sino comenzar a vivir ya como nos indica el libro de la Sabiduría, que no por ser del Antiguo Testamento deja de ser sabia: “Con todo esto has enseñado a tu pueblo que el justo debe ser humano, y has llenado a tus hijos de una dulce esperanza, ya que al pecador le das tiempo para que se arrepienta”.

lunes, 4 de julio de 2011

Una semilla de esperanza y de inmortalidad



Cristo estaba ya a la mitad de su camino como predicador itinerante, por los camino de Galilea, y se veía venir un período de crisis, pues tras de los éxitos iniciales y el entusiasmo que suscitaba entre las multitudes, los jefes religiosos le habían declarado la guerra y se reían de él, los fariseos lo consideraban un enemigo de Satanás y ya comenzaban a urdir la manera de desprenderse de él aunque fuera con la muerte; sus apóstoles y sus discípulos escasamente entendían su mensaje; ya había tenido serios problemas con su familia y sus paisanos, y las gentes estaban a la expectativa, no acababan de darle su adhesión e incluso comenzaban a retirarse de él. Todo esto hacía pensar que Cristo contemplaba ya en lontananza el fracaso de su misión profética, presentía la llegada de su pasión, su cruz y su muerte, y la situación se presentaba entonces como para tirar la toalla y marcharse a otro lado con su desilusión y su fracaso. Pero fue entonces cuando echando a volar su imaginación y previendo los planes de Salvación del Buen Padre Dios, lanzó una de sus grandes parábolas que presagiaban que a pesar de la dificultad que su Palabra encontraría en su ambiente y la tremenda dificultad para que ella llegara a todos los hombres en el transcurrir de los siglos, sin embargo la cosecha para los graneros del Padre sería sobre manera abundante. Podemos imaginarnos entonces a Cristo sentado en una barca en el lago de Galilea y a la gente que permanecía en la orilla escuchandolo:
“Una vez salió un sembrador a sembrar, y al ir arrojando la semilla, unos granos cayeron a lo largo del camino; vinieron los pájaros y se los comieron. Otros granos cayeron en terreno pedregoso, que tenía poca tierra; ahí germinaron pronto, porque la tierra no era gruesa; pero cuando subió el sol, los brotes se marchitaron, y como no tenían raíces, se secaron. Otros granos cayeron entre espinos, y cuando los espinos crecieron sofocaron las plantitas. Otros granos cayeron en tierra buena y dieron fruto: unos ciento por uno: otros sesenta; y otros treinta. El que tenga oídos, que oiga”.
¿Qué entenderían aquellas gentes? Parece que muy poco, si nos atenemos a lo que el mismo Cristo dijo a continuación: “…este pueblo ha endurecido su corazón, ha cerrado sus ojos y tapado sus oídos, con el fin de no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni comprender con el corazón. Porque no quieren convertirse ni que yo los salve”. Sin embargo, Cristo está apelando a la conciencia de sus oyentes y a su libertad, porque si bien la semilla sembrada tiene una eficacia comprobada, se necesita la colaboración de la tierra, del hombre, para que llegue a dar fruto. Parece que se cargan mucho las tintas en las dificultades que el hombre encuentra para acoger en su corazón la Palabra de Dios, pero no nos olvidemos que las palabras finales, sobre la misma semilla, sobre la Palabra Divina es lo verdaderamente importante. La cosecha supera lo imaginado, cada grano produce cien, sesenta o treinta por uno. El Señor triunfará con todo y los pájaros, el sol, las piedras y las espinas, el afán de poder que olvida que este mundo es para todos: la lucha entre el esfuerzo personal y la comodidad de quedarse donde se está y la injusticia de la riqueza del mundo que se desea o se posee sobremanera, olvidándose también que la riqueza fue puesta para ser compartida por todos. Acojamos, pues, con todo el corazón, la semilla de la Palabra de Dios que hoy siembra el Señor en la Sagrada Escritura, en su Iglesia, en sus sacramentos y en cada uno de los desposeídos donde Cristo quiere ser atendido y acogido.
Pbro. Alberto Ramírez Mozqueda.

viernes, 1 de julio de 2011

¿Los cristianos, herederos de los leguleyos fariseos?




¿No te has preguntado cómo sería la oración de Jesús, dada la importancia que él le daba en su vida? Los evangelistas han cubierto respetuosamente aquellos momentos de intimidad de Cristo con su Padre. Conocemos aquél terrible momento de oración que Cristo vivió en el huerto de los olivos antes de entregarse a sus enemigos, pero de lo demás sólo podemos intuir algunos detalles: que se realizaba de noche o por la mañana muy temprano, que prefería hacerlo en silencio y aislado de sus apóstoles, que prefería el contacto con la naturaleza para el encuentro con su Padre. Sin embargo el texto evangélico que escucharemos este día en todas las Iglesias nos hace pensar en la gran confianza y la alegría con la que Cristo se dirigía a su Padre, y lo maravillosamente unido que se sentía con todos los hombres en su intimidad con Dios: “¡yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre porque así te ha parecido bien”. Es para nosotros un gran honor y una gran confianza haber podido hermanarnos con Cristo Jesús a través del bautismo, para estar unidos con él y a él en su oración perpetua. De ese mismo texto sacamos la profunda enseñanza de ese Buen Padre Dios que se complace en el bien, en la paz y en la armonía de todos los hombres. Es el Dios de Cristo y no el de los antiguos fariseos, que de los diez mandamientos de la Ley se habían sacado de la manga aquellos tremendos 613 mandamientos suyos, de los cuales 365 eran prohibiciones, una por cada día del año, y 248 mandamientos positivos, según las partes que integraban el cuerpo humano según la medicina de ese tiempo, de manera que la religión era cosa de leguleyos, de clérigos, de doctores de la ley, y el pueblo sentía por lo tanto a su Dios cada vez más lejano, sin tener tiempo para toda aquella sarta de preceptos, además de que la Palabra estaba en hebreo, lengua que ellos no conocían, pero demás, para colmo de males, la gran mayoría del pueblo era analfabeta. El Dios que ellos alcanzaban a percibir no era el de Cristo sino el que los entendidos de la Ley les habían inventado.
Por eso, Cristo dando un gran salto y poniéndose en la línea del Profeta Zacarías, que soñaba con un Dios cercano a todos los hombres y que era una piedrita molesta en el zapato de los fariseos, llegará a hacernos entrar en contacto con el verdadero Dios, invitándonos a dejar todo en sus manos, para encontrar descanso y alivio en él: “Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga y yo les daré alivio. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga, ligera”.
Eso es lo que Cristo desea, que sepamos arrojarnos en sus brazos y descansar de una vez por todas de todas las angustias, las preocupaciones y ansiedades que son características de nuestra época. Arroja en él toda la carga de tu vida, acepta su reto y no te contentes con una simple “presencia diplomática” tuya los domingos en la Eucaristía. Ahí no hay arrojo, no hay verdadera correspondencia, sino un simple mirar a Jesús, a su sacramento, a sus hermanos, si no es que sentimos cierta incomodidad por la presencia de tanta gente por la que no sentimos absolutamente nada. Necesitamos otra clase de cristianos, que lleguen a dar el paso y encontrarse en el sacramento eucarístico con esa presencia de Cristo que salva, que libera, y que une intensamente con su Padre Dios, aunque no nos exima de su mandato y de su cruz. ¿Quieres seguir cumpliendo mecánicamente o será capaz de confiarte plenamente en Cristo tu Salvador?
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en alberami@prodigy.net.mx