Señor Jesús, tengo pena de predicar este día del dinero, cuando los curas llegamos a Misa en coche, mientras los obreros que me encuentro en la calle, van a llevar a sus dos o tres hijos a la escuela en bicicleta. Tenemos que hablar de las riquezas, cuando al empleado le han reducido el tiempo de trabajo a tres días disque para no cerrar la fábrica que les da de comer, cuando los estadistas hacen reuniones a las que llegan en aviones privados, en las que se comprometen a abatir la pobreza en un 30 % en 15 años, mientras los niños de África y de otros países, que no pueden esperar tanto tiempo, morirán de hambre y de sed. Tenemos que hablar del apego a las riquezas, cuando vemos a las señoras que regresan del mercado con la canasta a medio llenar porque el sueldo no da para más, mientras los políticos que recorrieron calles y calles pidiendo un día el voto de los ciudadanos, tendrán sueldos, privilegios y fueros que ni las naciones más ricas se dan el lujo de pagar a sus propios dirigentes.
¿Porqué tuviste que ser tan duro contra los ricos, oh Jesús? ¿Qué no visitaste tú mismo las casas de los ricos? ¿Por qué tuviste que gritar contra ellos: “Qué difícil va a ser que los que confían en sus riquezas puedan entrar en el reino de los cielos”? ¿Qué no había mujeres acomodadas entre tu grupo de seguidores que sostenían con su propio dinero la marcha de tu grupo que llevaba un mensaje de salvación para todos? ¿No podrías haber usado una expresión menos fuerte que aquella de: “más fácil es que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre al Reino de los cielos? Y todavía te tengo otra andanada de preguntas, Oh Jesús, ¿Por qué no dejaste las cosas como estaban, dejando que los ricos se sintieran amados de Dios, ufanos porque con su propia riqueza podían ayudar al templo de Jerusalén y podían dar copiosas limosnas a los pobres? ¿Por qué dejaste de pensar que los ricos eran los amados de Dios, los grandes amigos de Dios, y que el que no podía destacar en la vida y pasarse una vida de miseria, era por sus pecados o los de sus progenitores? Ciertamente el Deuteronomio prometía abundantes cosechas y lluvia abundante, pero para los que vivieran según la ley del Señor y no se postraran ante dioses extraños.
Y tengo que reconocer, Señor, que aunque no disfrutemos de riquezas, todos los hombres somos candidatos a dejarnos esclavizar por el dinero como ocurrió con aquel muchacho que quiso encontrarse contigo en el camino, postrado en el suelo, para preguntarte cómo hacer para obtener la salvación. Había un gran fondo de sinceridad en él, pues cuando le señalaste los mandamientos que miran al amor y al servicio del hombre y no le señalaste los mandamientos que miran al amor de Dios, él reconoció que así lo estaba haciendo desde pequeño. Grande fue tu amor hacia él en ese momento, pero grande tu desilusión, cuando por iniciativa propia le descubriste el segundo paso si en verdad quería ser seguidor tuyo, desprenderse de lo suyo, darlo a los pobres y luego aquél famoso: “Ven y sígueme”. Qué lástima que ese muchacho haya tenido que regresarte, sin responderte al amor que le tuviste y regresarse con la miraba baja porque tenía muchos bienes.
Eso nos da pie, entonces, para pensar que para el Reino de los cielos no se necesita sólo el cumplir los mandamientos, pues eso es labor de todo hombre, sino un poco más o un mucho más, arriesgarlo todo, darlo todo, con inteligencia, porque la recompensa será también grande, a imitación tuya que supiste dejarlo todo, todo lo que el mundo te podía ofrecer y ofrendar tu vida, desprendido de todo, desnudo en lo alto de una cruz, pero que fuiste engrandecido por tu entrega, encumbrado sobre los mismos ángeles. Por eso, Señor, tendremos que invocarte y pedirte sabiduría y prudencia, que valdrán más que el oro y la plata que pudiéramos conseguir y que es más valiosa que la joya más preciosa que el hombre pudiera elaborar sobre la tierra, para que nunca nos dejemos envolver por la seducción de las riquezas y más bien éstas puedan estar al servicio de tus hermanos los pobres.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en alberami@prodigy.net.mx
¿Porqué tuviste que ser tan duro contra los ricos, oh Jesús? ¿Qué no visitaste tú mismo las casas de los ricos? ¿Por qué tuviste que gritar contra ellos: “Qué difícil va a ser que los que confían en sus riquezas puedan entrar en el reino de los cielos”? ¿Qué no había mujeres acomodadas entre tu grupo de seguidores que sostenían con su propio dinero la marcha de tu grupo que llevaba un mensaje de salvación para todos? ¿No podrías haber usado una expresión menos fuerte que aquella de: “más fácil es que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre al Reino de los cielos? Y todavía te tengo otra andanada de preguntas, Oh Jesús, ¿Por qué no dejaste las cosas como estaban, dejando que los ricos se sintieran amados de Dios, ufanos porque con su propia riqueza podían ayudar al templo de Jerusalén y podían dar copiosas limosnas a los pobres? ¿Por qué dejaste de pensar que los ricos eran los amados de Dios, los grandes amigos de Dios, y que el que no podía destacar en la vida y pasarse una vida de miseria, era por sus pecados o los de sus progenitores? Ciertamente el Deuteronomio prometía abundantes cosechas y lluvia abundante, pero para los que vivieran según la ley del Señor y no se postraran ante dioses extraños.
Y tengo que reconocer, Señor, que aunque no disfrutemos de riquezas, todos los hombres somos candidatos a dejarnos esclavizar por el dinero como ocurrió con aquel muchacho que quiso encontrarse contigo en el camino, postrado en el suelo, para preguntarte cómo hacer para obtener la salvación. Había un gran fondo de sinceridad en él, pues cuando le señalaste los mandamientos que miran al amor y al servicio del hombre y no le señalaste los mandamientos que miran al amor de Dios, él reconoció que así lo estaba haciendo desde pequeño. Grande fue tu amor hacia él en ese momento, pero grande tu desilusión, cuando por iniciativa propia le descubriste el segundo paso si en verdad quería ser seguidor tuyo, desprenderse de lo suyo, darlo a los pobres y luego aquél famoso: “Ven y sígueme”. Qué lástima que ese muchacho haya tenido que regresarte, sin responderte al amor que le tuviste y regresarse con la miraba baja porque tenía muchos bienes.
Eso nos da pie, entonces, para pensar que para el Reino de los cielos no se necesita sólo el cumplir los mandamientos, pues eso es labor de todo hombre, sino un poco más o un mucho más, arriesgarlo todo, darlo todo, con inteligencia, porque la recompensa será también grande, a imitación tuya que supiste dejarlo todo, todo lo que el mundo te podía ofrecer y ofrendar tu vida, desprendido de todo, desnudo en lo alto de una cruz, pero que fuiste engrandecido por tu entrega, encumbrado sobre los mismos ángeles. Por eso, Señor, tendremos que invocarte y pedirte sabiduría y prudencia, que valdrán más que el oro y la plata que pudiéramos conseguir y que es más valiosa que la joya más preciosa que el hombre pudiera elaborar sobre la tierra, para que nunca nos dejemos envolver por la seducción de las riquezas y más bien éstas puedan estar al servicio de tus hermanos los pobres.
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