lunes, 26 de octubre de 2009

¿CABEN LOS SANTOS EN LA ERA DE LA GLOBALIZACIÓN?

La fiesta de todos los santos, que comienza a celebrarse hacia el año 800 de nuestra era, nació en ambientes rurales, cuando los agricultores celebraban la fiesta de la recolección de los frutos que marcaba el final de las actividades, ya en las proximidades del invierno que obligaba a cesar toda actividad. La Iglesia celebra de la misma manera a tantas y tantas gentes que de una manera callada, silenciosa, pero no menos alegre, va viviendo el misterio pascual de Cristo que pide renuncia y seguimiento pero que da la paz y la dicha a raudales. Diríamos que la fiesta de hoy es la globalización de la santidad, a la manera que los pueblos son hoy envueltos en una globalización de la economía, de la cultura, de los bienes y sobre todo de los placeres, de la moda, de los espectáculos y de los últimos adelantos en medios de comunicación y de esparcimiento.

Hay alguien que ha descrito esto de una manera que no puedo privar a mis lectores de conocerle: “¡Cuánto amor, cuánto sacrifico, cuánta constancia, cuánta fe! Mi oficio pastoral me depara múltiples ocasiones, dones de Dios para mí, de visitar a familias en estos trances. Me encuentro dos veces con Cristo en la misa casa: crucificado en el enfermo, samaritano en quien lo cuida. No se trata, repito, lo mismo en los padres que en los hijos, de ejemplos sueltos de bondad. Son virtudes heroicas, que hacen más buenos a quienes las practican y a quienes se benefician de ella. Suelen estar, lo certifico, empapados de confianza en el Padre Dios, movido por la fuerza del Espíritu, sostenidos por la cruz del Señor. Son los justos de nuestra sociedad. Busquen, busquen ustedes otros modelos de santos de hoy: familias con desocupados, con alcohólicos, con drogaditos. Voluntarios sacrificados, en todos los frentes de la marginación visitadores de enfermos, catequistas incansables, trabajadores honrados, madres maravillosa, ¿quién podría contarlos? “(Antonio Montero).

Esto nos va acercando a decir que la santidad no se compra, ni se vende, es obra de Cristo que invita a considerar atentamente sus palabras: “Sean perfectos como mi Padre Celestial es perfecto”. Esto tienen que conocerlo los jóvenes a los que les gustan los grandes retos, las competencias reñidas, las olimpiadas donde pueden regresar cargados de medallas, los que gustan de subir a las elevadas montañas y los que prefieren sumergirse en las grandes cavernas interiores de la tierra. Para ellos es la santidad anunciada por Cristo y que la Iglesia quiere hoy hacer llegar a todos, porque el llamado es para todos. Ese fue el grito del Concilio Vaticano II y que todavía no acaba de oírse, quizá porque todavía estamos acostumbrados a otra santidad que llamaríamos oficialista. Es muy común que muchas comunidades religiosas tengan a su fundador o fundadora en alto concepto de santidad, pero cuando se les pregunta porqué no se ha introducido su causa de santificación, normalmente la respuesta es: “No tenemos dinero”, y es que en ese sentido, la santidad cuesta, primero, dinero, luego papeleo sin cuento, después la declaración de un milagro, y finalmente una ceremonia más o menos fastuosa en Roma, para declarar que tal persona ha alcanzado la santidad de los altares. Pocas veces se daba, pero Juan Pablo II simplificó admirablemente los procesos, de manera que más y más cada día escucharemos declaraciones de gente cada vez más cercana a nosotros. Nos acostumbraremos a santos que se parezcan a nosotros, quizá cada vez menos santos con sotana o hábito religioso, y más gentes con overol, con traje o damas con color en sus mejillas, sacadas de las oficinas, de los medios de comunicación, del mundo del espectáculo y las diversiones, hombres y mujeres de la calle, que sin hacer ruido, van sembrando amor, van con los brazos extendidos, que no responden a la agresión con otra agresión y que no van cargando odios y rencores sobre sus espaldas sino perdón, acogida y reconciliación. ¿Cuándo emprendes tú tu propio camino de santidad?

El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en alberami@prodigy.net.mx

Apéndice 1
Un día una pequeña que acaba de dar una vuelta por todo el templo me preguntó: “Padre, ¿porqué todos los santos tienen el pescuezo torcido? (hay que decir que los animales tienen pescuezo, nosotros tenemos cuello) La pregunta me tomó de sorpresa, y le pedí a la pequeña que me acompañara a dar otra vuelta por la iglesia. Y era verdad, todos los santos que encontramos al paso, tenían sotana, o hábito religioso, cofia o tocado para las damas y bonete o mitra para los hombres, en una posición que pretendía denotar humildad o sencillez, pero que bien podría sugerir desconsuelo, o tristeza o desaliento. Luego, no se veía ninguna sonrisa en ninguna de las imágenes y finalmente con el paso del tiempo o quizá por designio del artista, los santos tenían un tinte descolorido o amarillento como de enfermedad que invitaban a retirarse lo más que se pudiera. De niño me impresionaba un cuadro de algún santo que fue martirizado, con las “tripas” de fuera, sostenidas con sus propias manos, y otro santo que aparó en una charola su cabeza cuando le fue cortada en su martirio.

Y esto me llevó a considerar que los cristianos acercan a los santos no para imitarlos en sus virtudes, en su heroicidad, porque eso son, héroes de la santidad, sino seres para ser saqueados con tantas peticiones, e incluso poniéndoles etiqueta como podrían encontrarse en un estante de supermercado: abogados, como San Blas, para los males de garganta, San Cristóbal, para los conductores, S. Isidro para los agricultores, S. Antonio para los animales y Santa Teresita para los misioneros. En algún lugar del mundo de cuyo nombre no quiero acordarme, las gentes le llevaban recuerdos al perro de la imagen de San Rafael, y algunos hombres con debilidad sexual decreciente también llevaban recuerdos a los genitales del caballo de Apóstol Santiago.

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