No cabe duda que Cristo sabía vender su producto. Antes de dar vuelta a la tuerca, siempre ponía aceitito para que todo fuera a pedir de boca. Así se muestra en este día. Comienza hablando del Reino de su Padre, y lo hace como el buen pastor trata a sus ovejas, con mucho cariño. Y después, sólo después, Cristo nos hace dos peticiones a cual más importante: que seamos desprendidos y que estemos siempre vigilantes:
“No temas, rebañito mío, porque tu Padre ha tenido a bien darte el Reino. Vendan sus bienes y den limosnas…porque donde está tu tesoro está tu corazón…. Estén listos, con el cinturón puesto y las lámparas encendidas. Sean semejantes a los criados que están esperando a que su señor regrese de la boda, para abrirle en cuanto llegue y toque…si llega a media noche o a la madrugada y los encuentra en vela, dichosos ellos”.
En verdad ya formamos parte del Reino, lo tenemos entre nosotros. No es estrepitoso, no hace ruido, y sólo se nota cuando abrimos la mano para ayudar, para servir, para acercarnos a los que nos rodean. Ya es nuestro el reino, cuando hacemos presente entre nosotros, la paz, el amor, la justicia, la caridad. Aunque si bien hemos de decir, el Reino es un regalo que el Padre nos da, pero es al mismo tiempo una tarea que todos tenemos necesidad de realizar, haciendo visible aquello que pedimos a diario en el Padre nuestro: “Venga a nosotros tu Reino”.
Pero luego efectivamente, Cristo hace dos peticiones que pueden sorprendernos y grandemente. Lo primero es sobre las riquezas. Para entender lo que Cristo pide, tenemos que recordar que en el antiguo pueblo de Israel, las riquezas eran consideradas una bendición de Dios y una prueba de esa bendición. Hoy algunas sectas protestantes invocan también la riqueza como un símbolo de la predestinación de Dios. Por lo contrario, si alguien no destacaba económicamente, cualquiera podría deducir que se estaba ante un pecado personal que impedía el auge o la bonanza. Cristo no piensa así, definitivamente. Para él las riquezas son un peligro real de endurecimiento del corazón hacia los demás. Lo vimos en la parábola del inmensamente rico que no llegó a disfrutar de su riqueza.
Por eso hoy Cristo nos sorprende: “Vendan sus bienes y den limosnas”. El mensaje es claro, desnudo, y nosotros no somos quién para enmendarle la plana a Cristo. No podemos disimular lo que pide: un desprendimiento total, hasta hacer de sólo nuestro Dios nuestro único refugio y nuestra única esperanza. No los bienes materiales. Pero hay que decir que el que disfruta de riquezas, bien podría convertirlas en nuevas fuentes de trabajo, o para propiciar una condición digna de hijos de Dios para los empleados, obreros y asalariados, con sueldos justos y prestaciones adecuadas.
Y la segunda petición de Cristo es sobre la espera. Le ponemos muchos peros a este mundo, algunas gentes escapan por la puerta falsa del suicidio, pero la verdad que pocos son los que en verdad quieren irse de este mundo. Y la razón está por una parte, porque muchos no están muy seguros de lo que pueda ocurrir después de la muerte, pero otros muchos temen ese momento en que se decide nuestro destino eterno. No nos olvidemos que Cristo pasó por ese trago amargo, pero lo hizo confiado en las promesas de una vida nueva de parte de su Padre Dios. Nosotros también confiamos en esa promesa, confiamos en la muerte redentora de Cristo y en su gloriosa resurrección que nos asegura la nuestra. Por eso, podemos volver a decir llenos de esperanza: “No temas, rebañito mío, porque tu Padre ha tenido a bien darte el Reino”.
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