martes, 24 de agosto de 2010

¿Porqué todos los santos en las iglesias tienen el pescuezo torcido?

A Cristo le encantaban los banquetes. No perdía oportunidad, aceptaba todas las invitaciones. Sus preferidos eran los pecadores, los publicarnos y los pobres. Ahí se sentía a sus anchas. Pero no rehusaba las invitaciones de los poderosos, de los potentados y de los ricos. Y la razón era que en esas oportunidades podía lanzar su mensaje salvador. Ahí tenía a los hombres a corta distancia. En Israel los banquetes eran para lucirse delante de los invitados, mostrando el propio prestigio. Precisamente San Lucas nos cuenta de una ocasión en la que Jesús fue invitado por un jefe de los fariseos, pero está claro que la invitación no era de corazón ni para hacer sentir bien al Maestro. Se sentía en el ambiente que lo espiaban y consideraban molesta su presencia. Cristo a su vez, Cristo veía cómo los invitados se disputaban los lugares principales, y sin pretender dar una lección de protocolo, fue muy claro al pedirles dejaran que el que los había invitado señalara a cada uno su lugar. Cristo está hablando entonces de la humildad, que no consiste en un complejo de inferioridad, o timidez, o de cabezas bajas y de cuellos torcidos. La verdadera humildad, tal como lo decía Santa Teresa, es andar en la verdad, ni pensar que todo lo puedeso que todo lo has hecho tú, ni tampoco esconder las cualidades con las que has venido a este mundo.

Y a su forzado anfitrión le recomendó: “Cuando des un banquete, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, porque puede ser que ellos te inviten a su vez, y con eso quedarías recompensado. Al contrario cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados a los cojos y a los ciegos: y así serás dichoso, porque ellos no tienen con qué pagarte; pero ya se te pagará cuando resuciten los justos”.

¿A alguno de nosotros se nos ha ocurrido alguna vez hacer lo que Cristo pide? ¿En verdad nosotros invitaríamos a los verdaderamente pobres, a los que con todo y su trabajo honrado no alcanzan a sufragar lo necesario y viven en la insalubridad, en la ignorancia y con el estomago constantemente vacío? ¿Estaríamos dispuestos a invitar a nuestra mesa a los marginados, a aquellos que han quedado al margen de los procesos sociales y se les niega el derecho a una vida digna de su condición de persona humana? ¿Y qué tan dispuestos estamos a sentar a nuestra mesa a los excluidos de nuestra sociedad, los que se quedan fuera del sistema social, de la educación, de la política, de la cultura, de las diversiones y los adelantos científicos y tienen que ver con tristeza que no pueden tomar parte en las decisiones que afectan a la sociedad, ni tienen parte en los bienes y los servicios que a otros se les proporciona con todas las facilidades?

Pues eso es precisamente lo que Cristo quiere, que nuestros preferidos sean precisamente los pobres, y que no sólo los invitemos a nuestra mesa, sino que sepamos compartir además, nuestras cualidades, nuestro servicio, nuestro cariño, y nuestro amor, pues Cristo no sólo se hizo hombre para compartir nuestra difícil situación humana, sino que quiso hacerse pobre precisamente para compartir así esa situación que hoy es asfixiante para un número mayor de gentes cada día.

Recordemos que Cristo da la razón para esa petición que a nosotros muy católicos se nos hace rara: los pobres no pueden recompensarnos como lo puede hacer el Señor nuestro Dios, y precisamente en el momento en que es crucial su intervención, en el momento de nuestra partida de este mundo. “Bienaventurado tú, dichoso tu, feliz de ti, porque ya se te pagará cuando resuciten los justos”.

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