
Y a su forzado anfitrión le recomendó: “Cuando des un banquete, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, porque puede ser que ellos te inviten a su vez, y con eso quedarías recompensado. Al contrario cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados a los cojos y a los ciegos: y así serás dichoso, porque ellos no tienen con qué pagarte; pero ya se te pagará cuando resuciten los justos”.
¿A alguno de nosotros se nos ha ocurrido alguna vez hacer lo que Cristo pide? ¿En verdad nosotros invitaríamos a los verdaderamente pobres, a los que con todo y su trabajo honrado no alcanzan a sufragar lo necesario y viven en la insalubridad, en la ignorancia y con el estomago constantemente vacío? ¿Estaríamos dispuestos a invitar a nuestra mesa a los marginados, a aquellos que han quedado al margen de los procesos sociales y se les niega el derecho a una vida digna de su condición de persona humana? ¿Y qué tan dispuestos estamos a sentar a nuestra mesa a los excluidos de nuestra sociedad, los que se quedan fuera del sistema social, de la educación, de la política, de la cultura, de las diversiones y los adelantos científicos y tienen que ver con tristeza que no pueden tomar parte en las decisiones que afectan a la sociedad, ni tienen parte en los bienes y los servicios que a otros se les proporciona con todas las facilidades?
Pues eso es precisamente lo que Cristo quiere, que nuestros preferidos sean precisamente los pobres, y que no sólo los invitemos a nuestra mesa, sino que sepamos compartir además, nuestras cualidades, nuestro servicio, nuestro cariño, y nuestro amor, pues Cristo no sólo se hizo hombre para compartir nuestra difícil situación humana, sino que quiso hacerse pobre precisamente para compartir así esa situación que hoy es asfixiante para un número mayor de gentes cada día.
Recordemos que Cristo da la razón para esa petición que a nosotros muy católicos se nos hace rara: los pobres no pueden recompensarnos como lo puede hacer el Señor nuestro Dios, y precisamente en el momento en que es crucial su intervención, en el momento de nuestra partida de este mundo. “Bienaventurado tú, dichoso tu, feliz de ti, porque ya se te pagará cuando resuciten los justos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario