En ese fatigoso caminar de Cristo hacia Jerusalén alguien se le acercó con una pregunta que tenía mucho de curiosidad malsana, en la que se entretenían muchas gentes de su época: “Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?”. Por supuesto que Cristo dejó misteriosamente en suspenso la respuesta, pero dio indicaciones precisas sobre el eterno asunto de la salvación. No quiso intranquilizar a los pecadores, ni tranquilizar a los justos y a los buenos, sino convertirlos a todos para el Reino de Dios. Él quiso pasar del número de los que serán salvados, a la cuestión de cómo hacer para obtenerla. En el fondo, ¿Qué se escondía tras la pregunta de aquel desconocido? En el ánimo estaba que definitivamente la salvación era cosa de sólo judíos. Salvo rarísimas excepciones, para todos ellos estaba asegurada la salvación simplemente por ser de ese pueblo escogido por Dios. Los demás, los perros, como llamaban a todos los que no era de su pueblo, pues ya se podrían rascar con sus propias uñas.
Cristo responde a esa inquietud hablando de la necesidad de esforzarse “en entrar por la puerta, que es angosta, pues yo les aseguro que muchos tratarán de entrar y no podrán”. Cristo habló de sí mismo como la puerta, ciertamente estrecha, pues como Hijo de Dios tuvo que estrecharse cuando se encarnó y se hizo hombre como nosotros y se hizo más estrecho aún en el momento de subir a la cruz, de manera que todos los que pretendan conseguir la salvación, tendrán que olvidarse de pertenecer a una religión, a un grupo social o cultural, o a una institución que les asegure una salvación inmutable e intransferible. Los que quieran salvación deberán entender que la salvación la da Dios, normalmente en la obra fundada por Cristo, la Iglesia pero sin pretender como querían los judíos, que sólo los católicos encontrarían acogida en el corazón de Dios. Todo hombre de buena voluntad que viva en la honradez, en la limpieza de corazón, en el servicio desinteresado a los demás, teóricamente encontraría la salvación.
Y Cristo insiste en la necesidad de no hacer del rito en una institución religiosa la norma de la vida, sino la vida misma unida al rito religioso, para que tenga plena vigencia. Lo dice con mucha claridad, que nosotros no tenemos porqué atenuar: “Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas” pero él replicará ‘Yo les aseguro que no sé quieres son ustedes. Apártense de mí, todos ustedes que hacen el mal, los que practican la injusticia’…y luego quieren arreglarlo todo con limosnas en la Iglesia. E incluso Jesús advierte que de no vivir ya en camino de salvación, los que estarían llamados a entrar, se quedarían viendo que otras gentes se les habrían adelantado en los caminos del Señor y de la salvación.
Por eso el cristiano hoy no puede contentarse con un cristianismo dulzón, para los días de fiesta, para cuando todo sonríe, sin esforzarse por ser levadura, por ser sal por ser testimonio y entrega a la voluntad de Dios y a los valores del evangelio, la cruz de Cristo que ciertamente es el camino difícil, estrecho, doloroso, pero que después se hace amplio, pues comunica a la esperanza, al gozo, a la alegría y definitivamente a la salvación, que no significará exclusivamente todo el misterio que se esconde después de la muerte, sino el gozo de saber que desde ahora Cristo ya vive entre los suyos, que el Padre Dios es el Padre que ama entrañablemente a sus hijos y que el Espíritu Santo está entre los que el Señor ha marcado para la salvación, haciéndola ya visible desde este mundo, desde el momento que estamos exclamando cada día: “Venga nosotros tu Reino”. La salvación ya ha comenzado entre nosotros. Más haríamos en buscarla en “el más allá”, cuando Cristo vino a buscarnos “en el más acá”, para hacernos vivir desde ahora la alegría y gozo de la unidad, del servicio y de la caridad fraterna.
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