El hombre de hoy está jugando a ser Dios y se está olvidando de que es precisamente hombre. Muchos datos lo comprueban. Primero sobre la naturaleza, el hombre quiere extraer las riquezas de tierra y del mar, aunque para ello tenga que destruir y reubicar otros elementos que van a transformar la casa que nos dieron para todos y para las futuras generaciones. Y cuando esto pasa, lo que el hombre ha engendrado es corrupción y muerte de la naturaleza. Ahí está el fenómeno del petróleo en las costas de Estados Unidos en el Atlántico. La nación más poderosa de la tierra no haya como contener su propia imprudencia.
En otro ámbito, el hombre que juega a ser Dios, olvida que todos somos hermanos, que la riqueza de la tierra es para todos, y en su afán de poseerlo todo, no duda en la desgracia, el dolor, la desesperación y la muerte de muchos para fincar el progreso, la comodidad y la felicidad de unos pocos. Vivimos en un mundo de muerte, de violencia y de mentira, donde los poderosos imponen su voluntad sobre las masas ignorantes y empobrecidas.
Y finalmente, el hombre que se empeña en ser Dios, ha decidido aprobar todo lo que Dios reprueba, y se siente dueño de la vida y de la muerte. El hombre decide quién vive y quién muere y en qué momento. Él decreta la separación de este mundo de los no nacidos y de los que ya han enriquecido nuestro mundo pero que actualmente no tienen nada que dar.
Frente a este hombre que juega a ser Dios, se levanta hoy una mujer que sólo quiso ser mujer en un mundo donde la mujer era marginada, usada, explotada y violentada. Una mujer a la que se le propuso ser reina pero que se contentó alegre y eficazmente con ser servidora de la humanidad, dándole lo más valioso que se podría dar al hombre sobre la tierra: la presencia del Hijo de Dios que quiso hermanarse desde el mismo nivel, con los pobres, los desposeídos y los que la injusticia ha reducido a su mínima expresión, la esclavitud y la muerte violenta. Es María, que hoy celebramos alegremente como la que fue llevada en cuerpo y alma a los cielos, en una fiesta que técnicamente llamamos la Asunción de María.
Su afán fue el de servir, sin protagonismos, sin gritos, sin aspavientos, sin convertirse en defensora de los derechos de la mujer, sin reindicar para las mujeres el derecho a “decidir” el uso y el destino de su propio cuerpo. Se limitó a poner su confianza en el Señor, en su Dios, que tuvo la delicadeza de proponerle la maternidad del que siendo su Hijo en la gloria, sería llamado Jesús, Emanuel, Dios entre los hombres. Y María quiso prestarse entonces para que su Hijo, en su primera procesión eucarística, no con custodia de oro y piedras preciosas, en el altura de un manifestador, sino como en la mejor Arca de la Alianza de que se podía disponer, su propio cuerpo, llevara a su Hijo a la presencia de Isabel y del que sería su precursor, Juan el Bautista. Juntas, aquellas dos mujeres, se dedican a cantar la alabanza al Dios de los cielos, que no da su brazo a torcer frente a los poderosos de este mundo, y que se convierte en el protector de los que nada tienen: “Ha hecho sentir el poder de su brazo: dispersó a los de corazón altanero, destronó a los potentados y exaltó a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió sin nada”. El Señor tiene la última palabra y con María, que fue exaltada como la primera mujer creyente, lo mismo que hizo en la Anunciación, como representante de toda la humanidad, nosotros esperamos el triunfo glorioso de toda la humanidad, pues Cristo Jesús ya ha satisfecho por todos nosotros: “Acordándose de su misericordia, vino en ayuda de Israel, su siervo…de toda la humanidad, de todos los hombres de buena voluntad…” Junto con María, la humilde sierva del Señor, alegrémonos hoy con su triunfo, en su Asunción, nuestra propia victoria.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en alberami@prodigy.net.mx
romiso con los pobres y oprimidos.
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