Cuando firmas un contrato o solicitas una tarjeta de crédito o un seguro para tu auto o para la seguridad de tu casa, se acostumbra dejar ciertas cláusulas al final en letra pequeña, pero que son tan importantes que a la hora de algún reclamo, resulta que ahí están las excepciones y la manera como las compañías a veces dolosamente defienden sus intereses. Reclamas, pero simplemente te señalan las cláusulas que no tuviste la precaución de leer, y te quedas sin el beneficio que tú esperabas.
Se me ha ocurrido pensar que cuando se solicita el bautismo para los niños nos sucede otro tanto. Ese día se nos dice que hay que ser buenos – como si los no católicos no tuvieran que serlo – porque los papás son un ejemplo para los niños, que no dejen de ir a Misa, que no roben ni maten y que siempre que puedan cumplan con las obras de misericordia, sobre todo ayudar al prójimo. Y ya está. Pero cuando abrimos el Evangelio, nos vamos para atrás, porque ahí se exige mucho, mucho más que eso.
Tendríamos que ser más explícitos con los que solicitan bautismo, porque si nos fijamos detalladamente en lo que Cristo pide, nos encontraríamos en el documento del bautismo, con tres cláusulas que nos dejarían fríos y con un fuerte shock que nos haría pensar antes de comprometernos. San Lucas nos refiere que Cristo, yendo un día de camino, rodeado de una gran multitud, se volvió hacia sus discípulos que le acompañaban entre la multitud y les dijo: “Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a sus padres o a su cónyuge o a sus hermanos o hijos, más aún a sí mismo, no puede ser mi discípulo”. Dos cláusulas muy importantes, que son una invitación no precisamente a negar el amor a los padres o al cónyuge o a los hijos, sino que puestos a escoger entre esos amores y el seguimiento de Cristo, se anteponga éste último para poder luchar por un mundo nuevo donde cada persona sea amada por sí mismo y donde podamos tener una posición digna de hijos de Dios, donde a nadie se le nieguen las condiciones para abrirse paso en la vida y vivir anticipadamente ese reinado de amor que Cristo quiso situar ya desde ahora en este mundo: “Que venga a nosotros tu Reino, oh Señor”. Y luego, la cruz, que no significa simplemente aceptar las contrariedades de la vida, o las enfermedades, o las humillaciones de que somos objeto y que llamamos mortificaciones, sino darse cuenta que el seguir a Jesús nos hará arrostrar persecuciones por parte de la sociedad que no soporta que alguien hable de honradez, de solidaridad, de respeto por la vida, de una unión sagrada, la única pensada en los planes de Dios, entre un hombre y una mujer. El que así proceda, encontrará oposición, guerra y en algunas ocasiones muerte.
Pero la otra partida, la tercera que Cristo nos tiene preparada, es todavía más difícil: “Así, pues, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”. Nos dan ganas de decir que eso no es para nosotros, que Cristo a lo mejor quería decir otra cosa, pero es claro su mensaje, frente a los que han hecho de su vida una búsqueda de comodidad, de placer o de posesión de bienes materiales de los cuales llegan a ser sencillamente esclavos y servidores. Sólo desde la pobreza se puede luchar por los pobres, por aquellos a los que la vida les ha negado todo, frente a unas cuántas gentes y frente a unas cuántas naciones que lo tienen todo, y en abundancia e incluso para el derroche y la ostentación.
Siento que hoy mis palabras no suenan bonito, porque la Palabra de Cristo nos pega a todos, y principalmente a los que estamos del otro lado del altar, impulsando a la sencillez, a la humildad y a la pobreza para pretender que somos verdaderamente discípulos del Señor y colaboradores del que ha querido llamarse a si mismo el Buen Pastor de nuestros corazones y de nuestro mundo.