viernes, 30 de marzo de 2012

¡Benedicto diez y seis a Cristo queremos que nos deis.


El Evangelio de San Juan está lleno de
detalles importantes para nuestra propia salvación. Hoy nos fijaremos en tres
de ellos. En primer lugar, el evangelista nos detalla que algunos griegos había
venido a Jerusalén para celebrar la fiesta de la Pascua, pero presagiando lo
que pronto ocurriría, no acudieron precisamente al templo que pronto quedaría
obsoleto, sino que se dirigieron directamente al encuentro de Jesús.
El segundo detalle está en que aquellas gentes de las que no tenemos nombres, se
dirigieron a Felipe, uno de los Apóstoles con una petición singular: “Señor,
quisiéramos ver a Jesús” como presagiando que a través de los siglos, Cristo
seguirá hablando a los hombres y dirigiéndose a ellos para llevarles el mensaje
de la salvación, y los hombres buscarán la palabra de Dios en otros lugares y en otras personas, pero singularmente en los apóstoles y sus sucesores, que tendrán
palabras de vida, de consuelo, de perdón y de salvación, si en verdad son
auténticos representantes de la gracia, de la bondad y de la misericordia
divinas. Esas serán las señales de su verdadero apostolado y de la veracidad de
su mensaje.
Hoy, podemos decir de nueva cuenta, con el Papa entre nosotros, en León, en México, en América: “Benedicto, queremos ver a Cristo”, Benedicto, no nos hables de ti, háblanos de Cristo, haznos presente entre nosotros la palabra de salvación,
Benedicto, señálanos caminos de vida, Benedicto, entrega tu vida al servicio de
la Iglesia como lo hizo tu antecesor Juan Pablo II para que también tú llegues
a ser una de las glorias de la Iglesia y puedas juntarte con ese hombre del tú
fuiste colaborador por tantos años. Benedicto, no ceses en tu empeño de señalar
caminos nuevos para la evangelización de siempre que venga a decirles a los
hombres que la vida sin Cristo es fría, monótona, vacía, sin sentido y sin
alma.
Y el tercer detalle es el de Cristo que con una tremenda clarividencia de su futuro
afirmaba: “Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado. Yo les
aseguro que si el grano de trigo, sembrado en la tierra, no muere, queda
infecundo: pero si muere, producirá mucho fruto”. La hora de Cristo no fue
anticipada, como no lo puede ser la de nuestra propia muerte. Él hablaba de esa
hora cuando María, sin proponérselo, marcó el inicio precisamente de esa hora,
cuando le pide a su Hijo que haga algo para sacar de apuros a la pareja de
novios que los habían invitado a su fiesta de bodas. Cristo sacó de apuros a
los novios, pero esperó pacientemente para que el grano ya hubiera sido
sembrado en el corazón de sus discípulos y luego entre las gentes, para entregarse él personalmente y hacer que su mensaje tuviera el respaldo de su propia vida y de su muerte aceptada por amor.
Se entregó con todo el corazón, abrió sus brazos para abrazarse a su cruz, que
él no había buscado, pero que los hombres pusieron en sus manos porque les
deslumbraba su luz y les apenaba la claridad de su pensamiento y de su Palabra.
Pudieron más que él ciertamente, pero no por mucho tiempo, porque su Padre, al
tiempo oportuno lo glorificó y lo sigue glorificando cerca de él, por su entrega
y su generosidad. Al término casi de nuestra cuaresma, vamos a aquilatar en lo
que vale la entrega de Cristo en lo alto de la cruz, e imitémoslo en un intento
serio, continuado y armónico, para hacer este mundo más cordial, más humano y
más del corazón de Cristo Jesús,
Pbro. Alberto
Ramírez Mozqueda

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