Serán muchos los que durante la Semana Santa huyan a las
playas o se dediquen a hacer turismo. Pero no serán pocos los que acudan a las
procesiones, a las representaciones de la pasión, a los oficios en la Iglesia.
Y esto lo harán en parte por sincera devoción personal y también en parte por
tradición, porque la Semana Santa “siempre ha sido así”.
Vale la pena
preguntarnos por el valor de estas tradiciones… Antiguamente muchos veían en
estas expresiones externas lo mejor de nuestra religiosidad.. Ahora algunos las miran con desprecio, como
si fueran puro folklore o, incluso, como si de superstición se tratara.
¿Cuál es la visión que la Iglesia de hoy tiene de estas
formas de religiosidad popular? ¿Cómo las valora?¿Cómo algo a extinguir o como
algo que debe conservarse pero tal vez mejorándolo?
Durante las últimas décadas ha habido fuertes discusión
entre los pastoralistas sobre el valor religioso de las formas tradicionales de
celebrar la Semana Santa. Mientras algunos veían en ellas el modo más profundo
de impregnar de clima espiritual estas jornadas, otros veían en nuestras
procesiones tradicionales puros recuerdos folklóricos y en ocasiones hasta
desviados.
¿En qué se basaba esta crítica? En primer lugar, en ciertos evidentes defectos de nuestras
celebraciones. Había, es cierto, procesiones en las que lo externo, lo
puramente tradicional, predominaba sobe lo religioso. Había cofradías cuyos
miembros se acordaban de su Cristo o de su Virgen sólo durante las horas de la
procesión del Viernes Santo, para olvidarlos luego durante el resto del año.
Esta crítica tenía buena parte de razón. ¿De qué sirve
asociarse a la pasión de Cristo si no
transforma la vida del que la realiza? ¿De qué vale el simple sentimentalismo
si, después de llorar con Cristo sufriente, el mundo sigue igual y no sabemos
ayudar a los otros cristos doloridos que nos rodean a diario?
Pero otros pastoralistas aconsejaban prudencia a quienes
se precipitaban a condenarlo todo. ¿Cómo saben que esa pasión de Cristo no cala
en las almas? ¿Cómo pueden medir lo que ocurre en el corazón de los que, a la
derecha o a la izquierda de una calle, contemplan el paso de las imágenes? No
juzguen sólo lo externo. No atiendan sólo a los aspectos folklóricos que,
ciertamente, existen, pero que no son lo único. ¿Cómo no ven que, para muchas
almas sencillas (porque no todos en el mundo son intelectuales), las
procesiones son una predicación que les entra por los ojos? Y concluían:
purifiquen, si quieren, las procesiones. Compleméntelas con una predicación más honda y personal, pero
no destruyan lo que existe cuando lo que existe es bueno.
Comparto la opinión de este segundo
grupo de pastoralistas. Mis recuerdos de muchacho me dicen que aquellas
procesiones (cuyos defectos veo mejor ahora) alimentaron mi fe de muchacho. Y
me aseguran que lo que entonces yo sentí era más sentimiento que
sentimentalismo. Y que mi amor a Jesús encontró entonces y encuentra hoy
alimento en aquellas formas de piedad popular.
Padre Benito Ramírez Márquez
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