domingo, 12 de febrero de 2012

UN LEPROSO MUY SALTARIN



San marcos nos había pintado a Cristo cerca de los enfermos y marginados de la sociedad a las puertas de Cafarnaúm, y nos lo presenta un poco más adelante también cerca de los que sufren y son condenados a la soledad y a los que él había venido a salvar. Dicen que hay oportunidades que solo se presentan una sola vez en la vida, y bien debe haberlo comprendido aquel leproso que sorprendió a Cristo con su atrevimiento al acercarse y ponerse de rodillas frente a él. Quizá si supieramos que para un judío había cuatro categorías de personas que podían comparse a un muerto: el pobre, el leproso, el ciego y el que no tiene hijos. podemos entender lo que significaba para un leproso su condición de enfermo en tiempo de Cristo. Por temor al contagio, toda persona que estuviera manchada en su piel pero sobre todo el auténtico leproso, tenía que ser declarado impuro por el sacerdote, quien decretaba la excolunión y la sentencia de echarlo fuera de la comunidad, el cuál tendría que vagar y valerse por sus propios medios desde entonces, sin poder acercarse para nada a las personas sanas o “puras”, que de paso se libraban así de tener que socorrer a tales enfermos.
No era entonces sólo la enfermadad física lo que atormentaba al leproso, sino el hecho de considerarse impuro religiosamente, señalado por el dedo de Dios y sin posibilidad de salir de ese estado. Así se sintíó aquel leproso que había vagado quiza por varios años, cansado de luchar, de vivir, de tener que huír de las personas que él más quería. Pero un día oyó hablar de que por los caminos había alguen que curaba, que no preguntaba sobre su condición social o su sexo, sino que se acercaba a cada uno de los que lo solicitaban y a todos los trataba con amor. Por eso se juró que él estaría entre los que habían de ser curados. Y así, escogió bien el momento, y un día a la vuelta de un camino, sorprendió a Cristo y a sus acompañantes, saliéndole al encuentro, con una súplica que no podía ser más confiada, sencilla y directa: “Si quieres, puedes curarme”. Si otro predicador hubiera sido, se habría retirado unos cuándos pasos y habría dudado en si dejaba que el leproso se acercara un paso más. Cristo no. Él tomó el asunto en sus manos, y venciendo toda repugnancia y rompiendo con todos los moldes que ataban al pobre enfermo, se acercó, lo tocó con mucho amor y lo levantantó hasta su altura: “Sí quiero, Sana”. El enfermo sintió un calor que lo recorría de arriba abajo e inmediatamente sintió que estaba curado. Ese día, Cristo rompió con todas las limitaciones y los moldes que obligaban a los enfermos a considerar a la enfermedad como un castigo divino, permitiéndo que el leproso pudiera reintegrarse desde entonces a los suyos, a la sociedad e incluso a su religión, sin considerarse nunca más excluído por la misma circunstancia.
El asunto de la curación del leproso implicó para Cristo el no poder entrar ya abiertamente a las ciudades donde había sinagoga, pues desde entonces él mismo era una amenaza, y ahora los que lo buscaban tenían que salir a la periferia. Bendito Cristo que se permitió la libertad de tocar al enfermo, y a nosotros nos señala caminos para no seguir separando de nosotros “los buenos” a los que por siempre hemos tenido separados, cada quién puede pensar en su propia lista de excluidos, pero pensemos por ejemplo en las madres solteras, en los divorciados, los indígenas que tocan a tus puertas vendiendo artesarías, los drogadictos, amén de los dañados por el Sida o las pobres prostitutas con las que no queremos ningún trato. Si Cristo declaró puros a todos los hombres y si dio su vida por todos, ¿porqué nosotros seguimos condenando a otras gentes porque no son de nuestra condición, de nuestro color, o incluso de nuestra misma religion o sexo?

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