Apenas pasada la temporada de Pascua, y aprestándonos a ir poniendo en práctica el mensaje de Jesús de aquí hasta Adviento y Navidad, Cristo abre su mensaje con varias palabras fuertes, hirientes, paradójicas, duras, extrañas, muy suyas que nos dejan tambaleantes: “El que ama a su padre o a su madre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que salva su vida la perderá, y el que la pierda por mí, la salvará”, y que nos hacen preguntarnos si no exageraría Cristo la nota, o si pudiera volver a la vida, quizá corregiría un poquito sus palabras. Pero hay que decir a las dos cosas que no. Ni exageró ni tendría porqué corregir lo ya dicho. Pero entendamos entonces que quiso decir Cristo. En primer lugar, su palabra va dirigida a sus discípulos, a sus enviados, a los que exige un seguimiento radical, según el cuál habría que romper incluso con los lazos más sagrados como son los de la paternidad y la filiación. Supe de un sacerdote que cuando intentó ingresar al seminario rumbo al sacerdocio, su padre se opuso radicalmente y ante la persistencia del muchacho, por los largos doce años de formación sacerdotal no volvió a dirigirle la palabra, y sin ayudarle de ninguna forma. Cuando la ordenación sacerdotal llegó, el padre pidió perdón de rodillas y con un pañuelo rojo, de aquellos que se usaban antes, trataba de recoger sus nutridas y abundantes lágrimas. Quizá no sea así en todas las vocaciones, ni habría que renunciar para siempre a los lazos familiares, pero la verdad es que el seguimiento de Cristo siempre será estremecedor y atraerá sobre sí la animadversión y en algunos casos el odio de las fuerzas del mal. Escuché que hoy, cada cinco minutos, un cristiano es muerto a causa de su fe en el mundo.
Y no para intentar atenuar el mensaje de Cristo, sino para entender mejor su palabra, habría que decir que Cristo no era un maestro a la usanza occidental, basado en las ideas, en los libros, que llevan a otros libros y que no requieren por lo tanto memorización, sino conducir a los libros, pues es la cultura de la palabra escrita. En cambio, Cristo que no tenía alumnos frente a él con libros en la mano, tenía que recurrir a frases cortas, incisivas, agresivas, chocantes, fácilmente memorizables. Cristo dejaba a sus oyentes con una de esas frases suyas y el efecto no era inmediato, las gentes iban rumiando el mensaje, y en el camino: “¡Ya está….esto es lo Cristo quiso decirme!”. Ahí descubrían la riqueza del mensaje. No era entonces ninguna explicación lógica, para ser entendida, sino una sugerencia, normalmente para la propia vida o para la vida de la comunidad. El mensaje de Cristo era netamente oral y era necesario transmitirlo por la vía auditiva, contemplativa, cosa que para nosotros es muy difícil.
Sin embargo, si son inquietantes los requerimientos para los discípulos-enviados de Cristo Jesús, las recomendaciones a los que los acogen, no dejan de ser altamente tranquilizantes: “Quien los recibe a ustedes me recibe a mí; y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado… quien diere, aunque no sea más que un vaso de agua fría a uno de estos pequeños, por ser discípulo mío, yo les aseguro que no perderá su recompensa”. Bien podríamos preguntarnos nosotros, ¿Qué busca el Señor Jesús de mí y de mi familia, mi comunidad y mi mundo?
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