lunes, 6 de junio de 2011

Un fuego que sí queme, un agua que sí refresque y un Espíritu que si sople.


“Hemos celebrado hace poco la Ascensión del Señor, y nos preparamos para recibir el gran don del Espíritu Santo. Hemos escuchado cómo la comunidad apostólica estaba reunida en oración en el Cenáculo, con María, la madre de Jesús (cf. Hch 1,12-14). Esto es un retrato de la Iglesia, que hunde sus raíces en el acontecimiento pascual. En efecto, el Cenáculo es el lugar en el que Jesús instituyó la Eucaristía y el Sacerdocio, en la Última Cena; y donde, resucitado de entre los muertos, derramó el Espíritu Santo sobre los Apóstoles la tarde de Pascua (cf. Jn 20,19-23). El Señor había ordenado a sus discípulos «que no se alejaran de Jerusalén sino "aguardad que se cumpla la promesa del Padre"» (Hch 1,4); es decir, les había pedido que permanecieran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo, en espera del acontecimiento prometido (cf. Hch 1,14). Permanecer juntos fue la condición puesta por Jesús para recibir la llegada del Paráclito, y la oración prolongada fue el presupuesto de su concordia. Encontramos aquí una formidable lección para toda comunidad cristiana. Ciertamente, el Señor pide nuestra colaboración, pero antes de cualquier respuesta nuestra es necesaria su iniciativa: su Espíritu es el verdadero protagonista de la Iglesia, al que se ha de invocar y acoger”.
Apenas el domingo pasado así se expresaba el Papa hablando a las familias en Croacia, y me ha parecido interesantísimo su planteamiento para la realidad que nosotros estamos viviendo en nuestro México y en general en el mundo. El Papa nos muestra a los apóstoles encerrados, con miedo, con temor de los dirigentes de la religión judía que pretendían expulsarlos de la sinagoga, porque aún no habían entendido que el Señor les deparaba otra comunidad en la que ya no habría más temores ni esclavitudes ni engaños, sino la libertad, la felicidad y el amor, que todos los hombres van buscando en la vida. Un amor expresado magníficamente por Cristo en lo alto de la cruz.
Pero si bien es verdad que ellos estaban encerrados, no estaban inactivos ni con los brazos cruzados, sino en profunda oración, junto con María, para esperar el momento deseado, de volver a unirse nuevamente con el Salvador, para no separarse más.
Hoy muchas familias están encerradas, atemorizadas, porque las balaceras acechan constantemente y los asaltos pueden realizarse en cualquier esquina. La prudencia señala a los jóvenes la necesidad de quedarse en casa, aunque el run run de la música, los amigos y las bebidas podrían depararles una buena noche. Sin embargo, a diferencia de los apóstoles, en la familia no se vive en la oración esos momentos o esas largas horas de inactividad, sino entretenidos en otras cosas, la tele o internet, o los juegos electrónicos para los niños. Quizá algunas actividades comunes, o en el mejor de los casos un poco de deporte al interior mismo del hogar.
Es el momento de salir de ese encierro voluntario, y de dejar la puerta abierta a Cristo, que ciertamente no lo necesita, pues él se mete y hasta el interior del corazón del hombre, pero necesita la colaboración del hombre mismo, para que su Espíritu Santo pueda hacer esa transformación que obró en los apóstoles, hasta hacerlos misioneros intrépidos, generoso, prestos a dar la vida secundando a su Maestro para llevar a las gentes la buena noticia de Cristo Redentor, Salvador de todos los hombres. Así recordamos hoy al Beato Juan Pablo II que gritaba desde el primer día de su Pontificado: “Abran las puertas, ábranlas todavía más al Redentor”. Familias cristianas, inviten a Cristo su interior y, una bocanada de aire fresco, el del Espíritu Santo, les hará vivir días de paz, de sosiego y de felicidad.

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