martes, 9 de noviembre de 2010

¿Una religión que separa y divide a los hombres?




¡Qué duras deben haber caído en la conciencia de las gentes la predicción de Cristo en los últimos días de su vida mortal, de la destrucción del Templo de Jerusalén! Para aquellas gentes que habían vivido arrogantemente en la injusticia, en la ceguera del poder y la corrupción, sentían las palabras de Cristo como si fuera el final del universo. De tal manera se sentían ligados al templo, a su majestuosidad, a la munificencia de las limosnas de las que ellos podían disponer a su antojo, que pensar siquiera en la destrucción y en la desaparición del templo, era caer en la ruina total.

Desde entonces, según las palabras y el espíritu de Cristo, la ruina del templo sería definitiva, no habría restauración posible, y el tiempo le dio la razón. Desde entonces, la relación de los hombres con Dios ya no estaría limitada por un solo lugar, ni por las paredes de un templo, ni por unas leyes, que no eran precisamente leyes divinas, sino parapetos en los que se amparaban los poderososos para medrar con el pueblo, ni por determinadas prácticas religiosas, por muy santas que parecieran, como los interminables lavados de pies y manos, ni por la pertenencia a una raza o a una nación, así fuera su propio pueblo y su propia nación. También pasarían con el templo jerosolimitano, una religión hecha de ritos y de leyes, donde el corazón de los hombres estaba muy lejos de las ofrendas y de las víctimas; de miedos y de prohibiciones, de los que Cristo se mofaba, como las muchas ocasiones en que con gozo y con verdadera alegría se dedicaba a curar a las gentes en el “sagrado día de sábado”, una religión que olvidaba que Dios no necesita muestras de alabanzas si el corazón está manchado y ocultaba que Dios quiere que tomemos conciencia de que nos necesitamos unos a otros a los que debemos amar casi antes que a Dios mismo, pues a él lo encontraremos en los desarrapados, en los pobres, en los miserables, en los “deshechos de la humanidad”. Desde entonces se acababa ya en el mundo toda religión que separa a los hombres en lugar de unirlos, que asuste en vez de ofrecer caminos para la alegría y la esperanza, una religión convertida en un negocio, en explotación, usando el miedo a la condena y a la desesperanza, convirtiendo el templo en una cueva de bandidos.

El templo de Jerusalén en cuestión, quedó irremediablemente destruido, y nadie, respetuosamente se ha atrevido a reconstruír, pero muchos de los elementos señalados por Cristo tendremos que retomarlos para nuestra propia vida, convirtiendo nuestras vidas en templos vivos de la Trinidad misma de Dios, dando un sentido nuevo a nuestro cuerpo, cuando hoy vemos que en nuestra pobre nación mexicana son sepultados por montones en fosas clandestinas los cadáveres de hombres y mujeres inocentes sin saber el porqué de sus muertes, amén de otros muchos desaparecidos de los que no llegaremos a saber su paradero. Y tendremos que considerar al Cuerpo de Cristo y su Sangre, como el único Templo querido y deseado por el Buen Padre Dios para recibir la alabanza de los hombres.

Y el mensaje de hoy domingo, inmediatamente anterior al culmen de un año litúrgico más que concluye con la fiesta de Cristo Rey, será profundamente esperanzador en labios de Cristo frente a tantos profetas de desventuras, a tantos agoreros de la desilusión que se imaginan que ante las graves situaciones que ciertamente estamos pasando, cataclismos naturales, inundaciones, terremotos y otros provocados por los hombres, como secuestros, levantotes, masacres en la ciudad y en el campo, estas serían señales inequívocas del fin del mundo. No. Definitivamente no. Malaquías ya lo había anunciado: “Para ustedes, los que temen al Señor, brillará el sol de justicia, que les traerá la salvación en sus rayos”, y Cristo con una claridad meridiana lo afirma rotundamente: “Si ustedes se mantienen firmes, conseguirán la vida”.

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