La Fiesta de Cristo Rey es una de las más recientes en el calendario de la Iglesia. Nace apenas en el 1925 en una época en que los reyes y los príncipes comenzaban a formar colección entre las cosas de la historia y para los cuentos de los niños, junto con las Hadas y los duendes, pero ha llegado a colocarse en un lugar principal, pues con ella se cierra un ciclo más de vida en la Iglesia. Debemos decir que definitivamente contrasta la imagen de Cristo crucificado, Rey, del que todos se burlan, el pueblo, las autoridades judías, los soldados romanos e incluso los que estaban crucificados juntamente con él, con las imágenes variopintas que nos hemos formado de Cristo Rey, quizá añorando los días de gloria de los reyes coronados con corona de oro, los palacios deslumbrantes y las vestiduras de rojo y escarlata. Cristo tronó siempre contra las autoridades que se servían de su autoridad para encumbrarse sobre los mortales, a costa de los vasallos o ciudadanos sencillos, por eso rehusó bajarse de la cruz, como se lo pedían, para dar una prueba de que en verdad era rey e Hijo de Dios. No lo quiso hacer. Sin embargo, ante la petición de uno de los malhechores crucificados con él, le promete que ese mismo día estaría con él en su Reino.
Hoy es día entonces, de acción de gracias, porque Cristo desde lo alto de la cruz, pero desde su propia resurrección se coloca como el Rey y como el Señor de toda la Creación. Es el que con su muerte hace que nosotros también tengamos la esperanza de resucitar. Me llama poderosamente la atención que los hombres, cuando fueron a solicitarle a David, que se convirtiera en el rey de todas las tribus de Israel, le recordaron: “Somos de tu misma sangre”. Si ellos pudieron decirlo de David porque ya Dios se los había comunicado así, con mayor nosotros podemos sentir que somos de la realeza de Cristo porque llevamos su misma Sangre, la que él derramó en lo alto de la cruz y que ha nosotros nos ha hecho sus hermanos.
Y si en verdad queremos alegrarnos con Cristo Rey del Universo, entonces tendremos que comenzar por alabarlo por la obra admirable de la redención, pues él entregando su vida entera en lo alto de la cruz dispuso todas las cosas para que fuéramos trasladados al reino de la luz, y en una humanidad dividida por las enemistades y las discordias, él tendría que dirigir las voluntades de todos los hombres para que se dispusieran a la reconciliación. “Tu espíritu mueve los corazones para que los enemigos vuelvan a la amistad, los adversarios se den la mano y los pueblos busquen la unión”, declara el Prefacio de la Reconciliación y es en verdad el deseo de todos los hombres de buena voluntad y a lo que debemos consagrar todo nuestro empeño y nuestra voluntad, para lograr que esta loca humanidad pueda lograr la unión, la paz y la reconciliación entre todos los hombres.
“Con su acción eficaz Cristo conseguirá que las luchas se apacigüen, y crezca el deseo de la paz: que el perdón venza al odio y la indulgencia a la venganza” ese tiene que ser el programa de los que seguimos a Cristo, lograr el perdón de los enemigos y la unidad de todos para que los que hoy sufren hambre, injusticia, migración forzada y falta de educación adecuada y oportunidades iguales para todos los hombres y las naciones.
“Que podamos vernos todos los hombres en el Reinado de Cristo, todos los hombres de cualquier clase y condición, de toda raza y lengua, en el banquete de la unidad eterna, en un mundo nuevo donde brille la plenitud de tu paz”. Pero que no dejemos para muy lejos ese momento y ese banquete. Que podamos convertirlo en una realidad hoy y entre nosotros.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en alberami@prodigy.net.mx
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