Nos encontramos en el corazón de la cuaresma, y Cristo nos regala hoy con una de las parábolas más exquisitas que pudieron salir de sus labios, y que nos ha conservado San Lucas en el su capítulo 15. Si Cristo hubiera sido músico, nos habría dejado su mensaje como una expresiva cantata destacando el aroma de un Padre que ama intensamente a sus hijos. Si hubiera sido pintor, nos habría deleitado con un claro oscuro destacando la maldad de dos hijos, uno despilfarrador, y otro con cara de “yo no fui” pero con una mirada ruin, déspota y despectiva. Y si hubiera sido escultor, tendría que habernos dejado la preciosa imagen de un padre que tiene que usar de dos manos, una para recibir al hijo que había vuelto después de un viaje de perdición y la otra para invitar al hermano mayor a entrar y alegrarse con la fiesta que ofrecía por el regreso del hijo.
La parábola, es importantísimo señalarlo, fue dirigida contra los fariseos, que eran los chicos buenos, la gente “decente” a quien Dios tendría que recompensar por ser tan buenos, tan cumplidos, tan buenos chicos, y que se atrevían a criticar a Cristo por ser amigo de los más desarrapados de una sociedad donde los estratos sociales estaban perfectamente marcados, en donde los de arriba ni por nada querrían voltear hacia abajo para mezclarse con la “chusma”. Fueron los mismos que al final decidieron la muerte de Cristo mandándolo a la cruz. Cristo murió a manos de los “buenos”, no de los malos.
La parábola en sí, es otro dato que tenemos que considerar, habla de un padre “que tenía dos hijos”, pero desgraciadamente, nosotros dirigimos siempre nuestra mirada al más pequeño de los dos, que tuvo el atrevimiento de irse de casa, pero con el caudal que su padre habría destinado para cuando él muriera. Es emocionante el camino de conversión que Cristo describe, pues aquél muchacho sentía que todo le sonreía mientra tuvo dinero, y que se vio en una situación comprometidísima cuando le faltaron los bienes. Apremiado por el hambre, por la vergüenza de verse reducido a la nada, y sintiendo también la pena de haber abandonado a su padre, decide regresar y de hecho regresa, no sin antes preparar una palabra suplicando la benevolencia de su padre. Cuando se produce el encuentro, el padre lo recibe con los brazos abiertos, lo abraza, lo acaricia, lo mira, lo vuelve a abrazar y manda hacer fiesta para celebrar la fiesta de su hijo.
Hoy la ocasión se presta de maravilla para echar pedradas a los pecadores, invitándolos a imitar el regreso del hijo y acogerse a la misericordia del Buen Padre Dios representado maravillosamente en el padre de la parábola, pero definitivamente, también nuestra consideración tiene el peligro de no tomar en cuenta la actitud del hermano mayor, que verdaderamente es la “fichita” del cuento, y no el buenazo que regresó arrepentido a los brazos del padre. Nos repugna hablar del hermano mayor, el que no quería entrar a la fiesta organizada por el padre para el regreso de su hijo, porque quizá nosotros, los que estamos de este lado del altar, y los padres de familia, y en general los que ostentan cierta autoridad en el mundo, nos creemos con derecho de pensar que nosotros somos los que tenemos la confianza del Padre, que podemos darnos el lujo de mirar a los demás por sobre el hombro, mirándolos con desdén y con lástima y que hacemos de la fiesta que el Padre ofrece cada domingo para sus hijos, un motivo de crítica, de orgullo y de separación, cuando podremos alegrar el corazón del Buen Padre Dios, considerando la Eucaristía dominical como la gran fiesta de la universalidad del amor y como la gran comida que festeja el perdón de los pecadores que han tenido la fortuna de experimentar el amor y la misericordia de Dios al ser absueltos de sus culpas.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en alberami@prodigy.net.mx
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