jueves, 12 de abril de 2012

Después del luto viene el fruto




Es verdad que la muerte de un familiar siempre deja dolor y un sentimiento frustrante de separación. Es una herida que a veces tarda años en cerrar, pues no nos hacemos a la idea de que los que se adelantan en el camino ya no estarán más con nosotros. Pero muchas veces, casi antes de enterrar al difunto, se oyen voces que no son de luto ni de desilusión sino de deseo y a veces de frustración y de avaricia, pues habrá que estar listos para no quedar fuera de la lista de los herederos. Y muchas ocasiones el luto y el dolor pasan a segundo término, porque los deudos se han convertido en furiosos herederos.
En el caso de Cristo, la verdad es que los apóstoles no esperaban nada, absolutamente nada de Cristo pues bien sabían que él no tenía nada que dejarles, tal como lo fueron viendo por el camino. En su caso no sabemos si era dolor por la partida y la muerte de Cristo, o era más bien el miedo lo que imperaba en sus corazones. Los evangelistas mencionan el miedo que los mantenía ocultos y encerrados. Estaban encerrados el día de la resurrección, en el famoso “tercer día”, y aunque algunas mujeres ya habían visto a Cristo resucitado, no hicieron caso de su testimonio por considerarlo cosa de poca monta. Pero el momento llegó, Cristo hizo su aparición en la tarde o la noche de su resurrección y obró el primer milagro de su Resurrección, hacer que sus discípulos creyeran en él. Recordemos que uno lo negó, y por tres veces, otro lo entregó cobardemente, un tercero, Tomás, se negó a creerle a la comunidad, y el resto permanecieron a la sombra.
La entrada de Cristo en escena, no podía ser más triunfal y más sencilla al mismo tiempo. No hubo trompetas, ni fanfarrias, ni un Estado Mayor Presidencial que cuidara por su seguridad. Se presenta sencillamente entre los suyos, y la verdad que el testamento que recibieron los apóstoles no fue precisamente para ellos, sino para nosotros, los creyentes aunque hubieran pasado muchos siglos. Ante el miedo, Cristo les lleva la Paz, ante la desilusión, les deja la alegría, y ante la oscuridad, les ilumina con una luz interior que les guiaría por toda su existencia. Su saludo no podía ser más significativo: “La paz esté con ustedes”, que tuvo que repetir, porque ellos no se percataban de que fuera verdad su presencia entre ellos, pero una vez que quedaron convencidos, vino la algarabía, las felicitaciones, los abrazos, la reconciliación. Y en seguida las recomendaciones y los regalos. Lo primero, el mandato de ir por el mundo llevando a las gentes su mensaje, de la misma manera que él había sido enviado por el Buen Padre Dios. Y en seguida, dos regalazos para nosotros, la presencia del Espíritu Santo entre ellos, que les permitiría perdonar sus pecados a los hombres. ¿Podríamos pensar en regalos más grandes que esos? Y ¿cómo estimamos en tan poca cosa un sacerdote sentado en la oscuridad de un confesionario? ¿Podrá haber prodigio más grande que un hombre con todas las limitaciones de su propia condición humana pueda levantar la mano para perdonar los pecados, aún que fueran numerosos y tan vergonzosos que harían enrojecer a los mismos ángeles?
¿Porqué no estaba Tomás uno de los doce cuando Cristo los visitó por primera vez? ¿Qué andaría haciendo tan importante como esperar al Señor Jesús por si aparecía? Nunca lo sabremos, pero sí conocemos su actitud. No creyó en sus hermanos los apóstoles que le manifestaban su alegría por haberse encontrado con el Señor. Pero la fuerza del amor de Cristo fue más fuerte que la infidelidad de Tomás, y todos salimos ganando porque al habar permitido que Tomás tocara sus manos y su costado, a nosotros nos dio oportunidad de seguir creyendo en la comunidad de los creyentes, en la Iglesia que puede perdonar nuestros pecados, y hacernos partícipes de la gracia y la Pascua de Cristo Jesús resucitado.

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