Con la alegría propia de quien ha conseguido una buena cosecha, aquel agricultor se preciaba del maíz que había logrado en sus terrenos, y así nosotros en este día podemos exclamar: ¡Qué chulada de Cristo nos presenta este día nuestro compadre Marcos! Y me refiero al Evangelista. Veamos porqué. Ya establecido en Cafarnaúm como su lugar de residencia, después de su visita a la Sinagoga del pueblo y de la curación del poseso, ya nada puede contener su iniciativa de salvación. Desde entonces la salvación ya no será posesión de los judíos y Cristo sacará de cuajo la posesión de la verdad de los muros de las sinagogas y del templo de Jerusalén, para acercar la salvación a los hombres, a donde ellos se encuentran, a sus casas, a sus hogares a sus lugares de trabajo, y romperá con todos los moldes que atan y esclavizan a los hombres. Inmediatamente después de la sinagoga, Cristo se dirigió a la casa de Pedro y viendo que la suegra estaba en cama, con fiebre, se acercó a ella, la tomó de la mano y la levantó. Un rabino nunca hubiera hecho cosa semejante con una mujer. Bendito Cristo Jesús.
Con la sencillez propia de Marcos, nos relata la revolución de Cafarnaúm: “Al anochecer, cuando el sol se ponía le llevaron a todos los enfermos y poseídos del demonio, y todo el pueblo se apiñó junto a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó a muchos demonios”. Podemos imaginarnos al poblado de Cafarnaúm, un pobladito al fin y al cabo, frente al Cristo que quita el aislamiento en el que se veían sumidos los enfermos, incluso por motivos religiosos, recordemos por ejemplo el caso de los leprosos, que eran materialmente echados fuera, sin ninguna consideración. Cristo los tomará de la mano, los levantará, y sus apóstoles les dará consignas: “Ellos fueron a predicar, ungían a los enfermos y los curaban”, “Curen a los enfermos y díganles: El Reino de Dios está cerca de ustedes”, Estaba enfermo y me visitaron”. Cristo será el médico pero sobre todo el Salvador.
Por la madrugada, cuando todo mundo dormía, Cristo ya se encontraba en oración y los apóstoles, queriendo azuzar su fama y su popularidad, le fueron a decir que todo mundo lo andaba buscando. “¿A sí?”, respondería Cristo, pues entonces vamos a los pueblos vecinos a predicar también allá el Evangelio, pues para eso he venido. Y recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando a los demonios”. Bendito Dios que así nos regaló con un Cristo incontenible desde entonces. Atrás quedaba Nazaret y ahora también Cafarnaúm, y Cristo se entregaba desde entonces a todo el mundo. Y de una forma gratuita, como son las grandes cosas, el amor, la amistad, el gesto solidario en los momentos de soledad o de abandono, la felicidad que se comparte, la sonrisa de un niño, el desvelo de una madre, la inquietud maravillosa de los jóvenes y de los novios, sobre todo en este mundo en que se ha fabricado una industria que pretende vender amor, y dicha y felicidad, pero sin poder conseguirlo porque está fuera del alcance de un puñado de dinero.
Bien haremos nosotros en correr al encuentro con Cristo llevando nuestras enfermedades y uno que otro demonio que se nos ha metido, para que él nos libre y nos haga vivir como verdaderos hijos en el Reino. Llevarle el demonio de la desesperanza, de la depre, del aborto, de hijos habidos al garete, de matrimonios deshechos porque matamos al amor y sobre todo una vida sin ley, sin mandamientos y sin Dios.
Con la sencillez propia de Marcos, nos relata la revolución de Cafarnaúm: “Al anochecer, cuando el sol se ponía le llevaron a todos los enfermos y poseídos del demonio, y todo el pueblo se apiñó junto a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó a muchos demonios”. Podemos imaginarnos al poblado de Cafarnaúm, un pobladito al fin y al cabo, frente al Cristo que quita el aislamiento en el que se veían sumidos los enfermos, incluso por motivos religiosos, recordemos por ejemplo el caso de los leprosos, que eran materialmente echados fuera, sin ninguna consideración. Cristo los tomará de la mano, los levantará, y sus apóstoles les dará consignas: “Ellos fueron a predicar, ungían a los enfermos y los curaban”, “Curen a los enfermos y díganles: El Reino de Dios está cerca de ustedes”, Estaba enfermo y me visitaron”. Cristo será el médico pero sobre todo el Salvador.
Por la madrugada, cuando todo mundo dormía, Cristo ya se encontraba en oración y los apóstoles, queriendo azuzar su fama y su popularidad, le fueron a decir que todo mundo lo andaba buscando. “¿A sí?”, respondería Cristo, pues entonces vamos a los pueblos vecinos a predicar también allá el Evangelio, pues para eso he venido. Y recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando a los demonios”. Bendito Dios que así nos regaló con un Cristo incontenible desde entonces. Atrás quedaba Nazaret y ahora también Cafarnaúm, y Cristo se entregaba desde entonces a todo el mundo. Y de una forma gratuita, como son las grandes cosas, el amor, la amistad, el gesto solidario en los momentos de soledad o de abandono, la felicidad que se comparte, la sonrisa de un niño, el desvelo de una madre, la inquietud maravillosa de los jóvenes y de los novios, sobre todo en este mundo en que se ha fabricado una industria que pretende vender amor, y dicha y felicidad, pero sin poder conseguirlo porque está fuera del alcance de un puñado de dinero.
Bien haremos nosotros en correr al encuentro con Cristo llevando nuestras enfermedades y uno que otro demonio que se nos ha metido, para que él nos libre y nos haga vivir como verdaderos hijos en el Reino. Llevarle el demonio de la desesperanza, de la depre, del aborto, de hijos habidos al garete, de matrimonios deshechos porque matamos al amor y sobre todo una vida sin ley, sin mandamientos y sin Dios.