Un día le llegó su hora a Juan el Bautista. Las tropas del Herodes llegaron un día intempestivamente, lo amarraron tras de un caballo y lo llevaron a la prisión donde esperaría su muerte trágica. Cuando a Cristo le llegaron las noticias del infortunado destino del Bautista, determinó que había llegado el momento de comenzar la misión a la que lo destinaba su Buen Padre Dios y dejando las montañas escarpadas y agrestes de Judea, tomó el camino hacia el norte, para dirigirse a su querida Galilea. Fue un viaje de varias jornadas que realizó sin descanso, y se estableció en las márgenes del Lago de Galilea, concretamente en Cafarnaúm, pues era el lugar ideal por su situación geográfica para desplazarse por el lago a las regiones circunvecinas. Y ahí comenzó a desplegar su actividad. Lleno de vida, la ofrecía a cuantos se encontraba por el camino. Subía a las montañas, bajaba a los valles, predicaba desde las barcas del Lago y visitaba todos los caseríos y se colaba en todas las fiestas donde había posibilidad de llevar su mensaje, que en la primera etapa coincidía con el mensaje del Bautista: “Conviértanse, porque está ya cerca el Reino de los Cielos”.
Llegados a este punto, tendríamos que preguntarnos que querría decir Cristo con esa afirmación tan clara y tan contundente. Por principio, convertirse no es representar un papel de abejita o de hada madrina como los niños en las fiestas infantiles. Es algo muy serio, significa que no podemos mirar la salvación desde entonces como algo solo personal e individual. Vamos a salvarnos en equipo, en colaboración con todos los hombres. No podremos prescindir de los hombres para nuestra propia salvación y los problemas que aquejan a la humanidad ya no pueden ser algo extraño a nosotros, a nuestra fe o a nuestra religión. Vamos en la misma barca. Y en cuanto al reinado, Cristo nos invita a abrir nuestras mentes a la salvación que él trae del Buen Padre Dios, a dejar iluminar nuestros corazones con la luz de la Gracia, de la fe y del Espíritu Santo de quien en el fondo viene la salvación de Dios. Nos invita Cristo en su Reino a ser generadores de esperanza en un mundo que se empeña en vivir en la oscuridad, en la muerte y en la violencia y nos exhorta a ser transmisores de vida, de alegría, de compromiso con las angustias y los sinsabores de los hombres, para conseguir entre todos los dones de la paz, de la fortaleza y la felicidad de todos, comenzando ya desde este mismo mundo, donde si bien es verdad que nos encontramos en un “valle de lágrimas”, nada impide que nosotros busquemos mitigar no sólo las lágrimas, sino aquella indiferencia, aquel sentirse ajeno del dolor humano e incluso en suprimir aquella violencia que hace muy difícil la vida de nuestros semejantes.
En esta etapa plena de vida desbordante de amor a sus semejantes, y sin otear todavía en el horizonte a los enemigos que acabarían con su vida pero no con su obra ni con su Reino, se dio a la tarea de buscar y hacer venir en torno suyo a sus apóstoles, sus amigos, sus seguidores, sus confidentes, que multiplicarían su obra de salvación entre todos los hombres y en todas las épocas de la historia. También en eso fue afortunado el Señor, pues dueño de una dulce mirada pero atrayente, cautivadora y varonil, iba llamando a los que fueron desde entonces sus inseparables compañeros de andanzas. A ese Reino y a ese grupo de seguidores, hoy estamos nosotros invitados a pertenecer.
Llegados a este punto, tendríamos que preguntarnos que querría decir Cristo con esa afirmación tan clara y tan contundente. Por principio, convertirse no es representar un papel de abejita o de hada madrina como los niños en las fiestas infantiles. Es algo muy serio, significa que no podemos mirar la salvación desde entonces como algo solo personal e individual. Vamos a salvarnos en equipo, en colaboración con todos los hombres. No podremos prescindir de los hombres para nuestra propia salvación y los problemas que aquejan a la humanidad ya no pueden ser algo extraño a nosotros, a nuestra fe o a nuestra religión. Vamos en la misma barca. Y en cuanto al reinado, Cristo nos invita a abrir nuestras mentes a la salvación que él trae del Buen Padre Dios, a dejar iluminar nuestros corazones con la luz de la Gracia, de la fe y del Espíritu Santo de quien en el fondo viene la salvación de Dios. Nos invita Cristo en su Reino a ser generadores de esperanza en un mundo que se empeña en vivir en la oscuridad, en la muerte y en la violencia y nos exhorta a ser transmisores de vida, de alegría, de compromiso con las angustias y los sinsabores de los hombres, para conseguir entre todos los dones de la paz, de la fortaleza y la felicidad de todos, comenzando ya desde este mismo mundo, donde si bien es verdad que nos encontramos en un “valle de lágrimas”, nada impide que nosotros busquemos mitigar no sólo las lágrimas, sino aquella indiferencia, aquel sentirse ajeno del dolor humano e incluso en suprimir aquella violencia que hace muy difícil la vida de nuestros semejantes.
En esta etapa plena de vida desbordante de amor a sus semejantes, y sin otear todavía en el horizonte a los enemigos que acabarían con su vida pero no con su obra ni con su Reino, se dio a la tarea de buscar y hacer venir en torno suyo a sus apóstoles, sus amigos, sus seguidores, sus confidentes, que multiplicarían su obra de salvación entre todos los hombres y en todas las épocas de la historia. También en eso fue afortunado el Señor, pues dueño de una dulce mirada pero atrayente, cautivadora y varonil, iba llamando a los que fueron desde entonces sus inseparables compañeros de andanzas. A ese Reino y a ese grupo de seguidores, hoy estamos nosotros invitados a pertenecer.
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