Cuando alguien señala con el dedo al cielo, pues hay que mirar al cielo, pero hay gentes tan tontas que sólo se quedan mirando el dedo que señala. No nos debe pasar así con el dedo de Juan el Bautista, que en un momento cumbre de su vida, señaló a Cristo a quien recientemente había bautizado como el verdadero enviado, pues había gentes que creían que el mismo Bautista era el enviado de lo alto. Hasta en eso Juan Bautista fue sincero, y un gran hombre, como Cristo lo reconoció, pues no quiso apropiarse para sí el honor que le correspondía a Cristo Jesús el Hijo de Dios.
La escena fue simpática, probablemente en las márgenes del rió Jordán, poco antes de que Cristo volviera a Galilea para dar ahí rienda suelta a su inquietud y a su misión, de llevar la salvación a todos los hombres, pero con la fuerza del Espíritu Santo, con una gran apertura a la vida y con un acendrado amor a todos los hombres. Fue cuando el Bautista, delante de sus discípulos, viendo a Cristo que pasaba dijo: “Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”. Con esto, el Bautista nos conecta con la Pascua de Cristo, con el verdadero Cordero que se enfrentará al gran pecado del mundo, no sólo para librarlo, sino para señalar caminos de vida, de salvación y de verdadera convivencia. Pero no paró ahí el Bautista, sino que dio su verdadero testimonio: “Vi al Espíritu descender del cielo, en forma de paloma y posarse sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquél sobre quien veas que baja y se posa el Espíritu Santo, ése es el que ha de bautizar con el Espíritu Santo’. Pues bien, yo lo vi y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios”.
De esta manera podemos reconocer a Cristo que desde entonces se mostró implacable contra el mal, contra el pecado, pero amando entrañablemente a todos los hombres, según aquello que escuchamos apenas el domingo pasado: “Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”. ¡Qué bello programa para nuestra vida, y qué bello epitafio para nuestra tumba si de veras seguimos a Jesús¡. Quitando su nombre y poniendo el tuyo podría quedar así: “Antonio, María, Pedro, Guadalupe…pasó haciendo el bien”. y si seguimos a Jesús, nuestra lucha contra el mal tiene que ser frontal, sin pretender lavarnos las manos, siempre bajo la luz del Espíritu Santo, tal como lo indicaba clarísimamente el Papa Juan Pablo II: ”Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad, de quien, pudiendo hacer algo para evitar, eliminar o, al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, por miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por la indiferencia: de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior”.
Ahí está pues el programa, ahí está la alegría de habernos encontrado con la Iglesia que nos ha dado el Bautismo, y con él la gracia del Espíritu Santo, sus dones, que nos ha hecho hijos de Dios y nos permite luchar contra el mal y hacer triunfar el bien entre todos los hombres.
La escena fue simpática, probablemente en las márgenes del rió Jordán, poco antes de que Cristo volviera a Galilea para dar ahí rienda suelta a su inquietud y a su misión, de llevar la salvación a todos los hombres, pero con la fuerza del Espíritu Santo, con una gran apertura a la vida y con un acendrado amor a todos los hombres. Fue cuando el Bautista, delante de sus discípulos, viendo a Cristo que pasaba dijo: “Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”. Con esto, el Bautista nos conecta con la Pascua de Cristo, con el verdadero Cordero que se enfrentará al gran pecado del mundo, no sólo para librarlo, sino para señalar caminos de vida, de salvación y de verdadera convivencia. Pero no paró ahí el Bautista, sino que dio su verdadero testimonio: “Vi al Espíritu descender del cielo, en forma de paloma y posarse sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquél sobre quien veas que baja y se posa el Espíritu Santo, ése es el que ha de bautizar con el Espíritu Santo’. Pues bien, yo lo vi y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios”.
De esta manera podemos reconocer a Cristo que desde entonces se mostró implacable contra el mal, contra el pecado, pero amando entrañablemente a todos los hombres, según aquello que escuchamos apenas el domingo pasado: “Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”. ¡Qué bello programa para nuestra vida, y qué bello epitafio para nuestra tumba si de veras seguimos a Jesús¡. Quitando su nombre y poniendo el tuyo podría quedar así: “Antonio, María, Pedro, Guadalupe…pasó haciendo el bien”. y si seguimos a Jesús, nuestra lucha contra el mal tiene que ser frontal, sin pretender lavarnos las manos, siempre bajo la luz del Espíritu Santo, tal como lo indicaba clarísimamente el Papa Juan Pablo II: ”Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad, de quien, pudiendo hacer algo para evitar, eliminar o, al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, por miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por la indiferencia: de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior”.
Ahí está pues el programa, ahí está la alegría de habernos encontrado con la Iglesia que nos ha dado el Bautismo, y con él la gracia del Espíritu Santo, sus dones, que nos ha hecho hijos de Dios y nos permite luchar contra el mal y hacer triunfar el bien entre todos los hombres.
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