Acostumbrados a un mundo donde se da la pobreza más escandalosa y la opulencia de los ricos y los poderosos, estamos tentados de pensar que las cosas fueron planeadas así, que hubo seres creados para tener, para disfrutar y para derrochar, y que hubo otros que se quedaron sin cosa alguna, en la pobreza, pero que si aguantan su situación sin quejarse, recibirán un premio, una gran recompensa en la otra vida. En todo esto, Dios sería el distribuidor, el que en fondo generaría la injusticia, la división entre los hombres y quien al final decidiría cambiar la situación de los hombres, los que no tuvieron, para que disfrutaran y los que tuvieron, y gozaron y derrocharon, pues a lo mejor les iba mal… sin embargo, hoy sabemos que esa situación no es obra de Dios ni de Cristo, que no viene a predicar la resignación, que no viene a darle una palmadita a los pobres de este mundo pidiéndoles que aguanten un poquito más, que se aprieten el cinturón como dicen los políticos siempre que suben los impuestos o los suministros, y que los que tienen, que sean caritativos con los pobres, dándoles desde arriba, para hacer un poquito más llevadera su carga, mientras se sigue escondiendo la situación de injusticia, que hace que unos individuos y unas cuantas naciones, gocen, disfruten y derrochen a su antojo los bienes materiales de otras muchas naciones que no pueden industrializar los productos de que les ha dotado la naturaleza, y los oprimen con cargas impositivas que hacen inhumana su situación.
Dios no quiere la pobreza, no es su autor y no se identifica con los ricos, más bien, hace objeto de su amor, de su cariño y de su cercanía, a los pobres, a los que sufren, a los que lloran y a los que son tratados injustamente. Eso refleja Cristo precisamente en lo que hemos llamado el Sermón de la Montaña, el de las Bienaventuranzas, que fue pronunciado precisamente en lo alto, en un monte, no en un recinto cerrado, sino a los cuatro vientos, para que se vea que su modo de pensar no es el mismo de los que oprimen, de los que no se cansan de adquirir más y más, de los que se muestran insaciables de los bienes de este mundo y que tratan de sacarle el máximo jugo posible a los placeres, trátese de alimentos, de bebidas, de sexo, de perfumes, de belleza y del disfrute de mansiones, cuantas bancarias y situaciones en la bolsa. Por supuesto que el mensaje de Cristo no es bien visto, quizá ni siquiera por los mismos cristianos, que nos sentamos codo con codo en la celebración eucarística dominical, conviviendo los explotadores con los explotados, sin que nadie mueva un solo dedo para cambiar la situación de los oprimidos, de los vejados, de los desposeídos, y que acallan su conciencia dejando unas cuantas monedas en el platillo de la Iglesia. Con otro espíritu tendremos este día que volver a oír las Bienaventuranzas de Cristo, que son la más preciada joya de su mensaje y que nos invita tomar conciencia de nuestras obligaciones religiosas pero divorciadas de la vida, que en el fondo no cuestan, no obligan y nos llevan a seguir viviendo en la injusticia o en la más profunda de las indiferencias. Hoy tendremos oportunidad de escuchar a Cristo que nos dice: “Dichosos, bienaventurados, felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”. Es la invitación de Jesús a hacerse pobres, pero no para vivir en la pobreza, sino para ser solidarios con los que nada pueden y levantarlos hasta una condición digna de hijos de Dios. Y la promesa aparejada, oigámoslo bien, no es una promesa a largo plazo, una promesa para la otra vida, sino que desde ya, podremos tener a Dios como Rey, como guía, como protector, como padre, como amigo y como salvador. Esto mismo dice la octava de las bienaventuranzas: “Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos”. Y de esa forma, vayamos descubriendo las ricas promesas para los que usan de misericordia, para los limpios de corazón y para los que trabajan a favor de la justicia.
Dios no quiere la pobreza, no es su autor y no se identifica con los ricos, más bien, hace objeto de su amor, de su cariño y de su cercanía, a los pobres, a los que sufren, a los que lloran y a los que son tratados injustamente. Eso refleja Cristo precisamente en lo que hemos llamado el Sermón de la Montaña, el de las Bienaventuranzas, que fue pronunciado precisamente en lo alto, en un monte, no en un recinto cerrado, sino a los cuatro vientos, para que se vea que su modo de pensar no es el mismo de los que oprimen, de los que no se cansan de adquirir más y más, de los que se muestran insaciables de los bienes de este mundo y que tratan de sacarle el máximo jugo posible a los placeres, trátese de alimentos, de bebidas, de sexo, de perfumes, de belleza y del disfrute de mansiones, cuantas bancarias y situaciones en la bolsa. Por supuesto que el mensaje de Cristo no es bien visto, quizá ni siquiera por los mismos cristianos, que nos sentamos codo con codo en la celebración eucarística dominical, conviviendo los explotadores con los explotados, sin que nadie mueva un solo dedo para cambiar la situación de los oprimidos, de los vejados, de los desposeídos, y que acallan su conciencia dejando unas cuantas monedas en el platillo de la Iglesia. Con otro espíritu tendremos este día que volver a oír las Bienaventuranzas de Cristo, que son la más preciada joya de su mensaje y que nos invita tomar conciencia de nuestras obligaciones religiosas pero divorciadas de la vida, que en el fondo no cuestan, no obligan y nos llevan a seguir viviendo en la injusticia o en la más profunda de las indiferencias. Hoy tendremos oportunidad de escuchar a Cristo que nos dice: “Dichosos, bienaventurados, felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”. Es la invitación de Jesús a hacerse pobres, pero no para vivir en la pobreza, sino para ser solidarios con los que nada pueden y levantarlos hasta una condición digna de hijos de Dios. Y la promesa aparejada, oigámoslo bien, no es una promesa a largo plazo, una promesa para la otra vida, sino que desde ya, podremos tener a Dios como Rey, como guía, como protector, como padre, como amigo y como salvador. Esto mismo dice la octava de las bienaventuranzas: “Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos”. Y de esa forma, vayamos descubriendo las ricas promesas para los que usan de misericordia, para los limpios de corazón y para los que trabajan a favor de la justicia.